La debilidad del Arcángel (bilogía Arcángel - Libro I)

Capítulo 9: Ecos del Cielo

La noche había caído con una lentitud extraña, como si el cielo se negara a oscurecer por completo. En el aire había algo suspendido… algo que no podía verse, pero se sentía en la piel.

Azrael se encontraba en lo alto de un viejo edificio. Desde allí, observaba las luces titilantes de la ciudad. Los ruidos, los pecados, las risas… Todo parecía tan humano, tan ajeno. Y sin embargo, cada día que pasaba, algo dentro de él comenzaba a cambiar.

Sintió el peso de sus alas invisibles plegadas contra la espalda. Aún podía volar si lo deseaba. Pero cada vez tenía menos claro si quería regresar.

Sophie caminaba por la calle con el libro antiguo entre las manos. Cada página parecía contarle algo que ella ya sabía sin haberlo leído nunca. Los nombres, las historias de los caídos, los castigos y los vínculos prohibidos.

Una frase subrayada con tinta desvaída llamó su atención:

“Algunos ángeles no caen… simplemente eligen mirar más de cerca.”

Sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo.

De pronto, un rostro apareció en su mente, fugaz. El mismo del sueño. El de la voz profunda que le decía: “No es tu hora aún.”

Sus piernas temblaron. Necesitaba entender. Necesitaba encontrarlo.

Isabella miraba por la ventana del café donde trabajaba. Afuera, la lluvia caía con lentitud, acariciando el vidrio como dedos que quisieran entrar.

No sabía por qué, pero cada vez que llovía, pensaba en él.

Desde que lo había visto por última vez, el mundo se sentía… distinto. Más frío. Más expectante. Como si algo se estuviera gestando detrás del velo de lo cotidiano.

—Estás en las nubes otra vez —le dijo una compañera.

—Sí… supongo —respondió sin quitar la vista del cielo.

En su pecho, un eco vibraba.

Azrael.

Mientras tanto, Elías caminaba por el bosque. Seguía las señales como lo hacía siempre: el susurro del viento, las sombras que danzaban sin motivo. Sabía que el equilibrio entre los mundos se estaba quebrando.

Sintió que alguien lo observaba. Al voltear, no vio a nadie… pero un cuervo negro descendió de entre las ramas y se posó frente a él.

—No estás solo —susurró el viento.

Elías lo supo entonces: la guerra aún no comenzaba, pero las piezas ya se estaban moviendo en el tablero.

Esa noche, Azrael volvió al lugar donde había visto por primera vez a Isabella. Esta vez no llevaba su abrigo. Quería sentir el aire en su piel. El frío le recordaba que estaba allí, encarnado, viviendo como ellos.

De pronto, un grito interrumpió la calma.

Giró en seco.

Una joven huía de dos hombres. Iban tras ella, ebrios, violentos.

Azrael no dudó.

Bajó las escaleras como un rayo, sin pensar. Sus pasos no hacían ruido. Nadie lo vio hasta que estuvo justo frente a ellos.

—Déjenla ir —dijo con voz grave.

Los hombres se burlaron… hasta que Azrael los miró directamente.

Algo en su mirada los quebró. El miedo los paralizó por dentro.

—Largo.

No necesitó alzar la voz. Ambos huyeron, como animales acorralados.

La chica se desplomó llorando. Azrael se inclinó y le ofreció su mano.

—¿Estás bien?

Ella asintió, sin saber cómo responder. No entendía por qué se sentía segura… como si estuviera al lado de algo divino.

Azrael no dijo más. Se giró y se alejó.

Una vez más, había actuado sin pensar. Había intervenido.

Y cada vez que lo hacía… se sentía menos ángel y más humano.

Sophie, en su habitación, leyó una nueva página. Allí, una ilustración antigua mostraba a un ángel de ojos oscuros, salvando a una mujer en medio de la noche.

Su corazón se detuvo.

Era él.

Era el del sueño.

Y estaba en la Tierra.




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