La noche se cernía con un silencio denso sobre la ciudad. La lluvia se había detenido, pero el cielo seguía cubierto, como si aún se negara a dejar entrar la luz.
Azrael caminaba sin rumbo. No sabía a dónde iba, solo sentía la necesidad de moverse. Había algo que se removía dentro de él, una incomodidad creciente, como si su propia esencia se hubiera quebrado.
Se sentía atrapado entre dos mundos.
El deber, la obediencia, la eternidad…
Y luego, ese calor humano. Las emociones. Las miradas. Isabella.
Y Sophie.
Sophie soñó otra vez.
Pero esta vez no despertó asustada.
Estaba en un campo cubierto de flores blancas, bajo un cielo dorado. A su lado, un hombre de ojos oscuros sostenía su mano.
No hablaban, no hacía falta. Solo se miraban.
Y el amor que sentía no se parecía a nada terrenal.
Despertó con lágrimas en los ojos, temblando.
Sabía que ese sueño no era una invención de su mente. Era un recuerdo.
Isabella hojeaba su cuaderno de bocetos. Siempre había dibujado rostros sin nombre, figuras envueltas en sombras. Pero desde que conoció a Azrael, los trazos cambiaron.
Ahora, sin darse cuenta, lo dibujaba a él.
Su rostro, sus ojos, la intensidad de su expresión… todo estaba en el papel.
Cerró el cuaderno con fuerza. No quería admitirlo, pero su corazón lo sabía.
Estaba empezando a sentir algo que no entendía. Algo profundo. Peligroso.
—¿Por qué me miraste así aquella vez? —susurró al aire—. Como si me conocieras de antes.
Esa noche, Sophie salió en busca de respuestas. El libro antiguo le había dejado más dudas que certezas. Caminó hasta el mismo parque donde había visto una figura lejana días atrás.
Y entonces lo vio.
Azrael, sentado bajo un árbol, con la mirada perdida en el cielo.
No sabía cómo, pero supo que era él.
Se acercó con cautela, con el corazón en un puño.
—Tú… eres real —murmuró.
Azrael giró el rostro. Sus ojos se encontraron por primera vez.
Y por un instante, el tiempo se detuvo.
Los recuerdos golpearon a Sophie como un relámpago: un templo, una caída, una promesa rota.
Azrael sintió un escalofrío. Algo en ella lo sacudió desde lo más profundo. Era como si su alma la reconociera… aunque su mente no lo hiciera.
—¿Quién eres? —preguntó él, con voz baja.
Sophie no supo qué responder.
Solo lo miró, con una mezcla de dolor y alivio.
—Te he buscado toda mi vida —dijo finalmente—. Aunque no sabía por qué.
En ese mismo instante, muy lejos de allí, una grieta se abría en el cielo.
Gabriel lo sintió desde el otro lado del velo. El equilibrio comenzaba a romperse.
La conexión entre el cielo y la tierra se estaba debilitando. Y todo giraba en torno a una verdad que aún no había sido revelada.
El amor. La caída. La elección.
Y Azrael… el ángel que no debía sentir.
Elías encendió una vela más en su altar secreto. Miró al cielo con los ojos llenos de una sabiduría antigua.
—El fuego ya arde. Y no hay forma de apagarlo sin que algo se consuma.
Sabía que todo lo que había permanecido dormido durante siglos… estaba por despertar.