La debilidad del Arcángel (bilogía Arcángel - Libro I)

Capítulo 11: La grieta en lo eterno

La madrugada había llegado sin que Azrael lo notara. La conversación con Sophie había sido breve, pero había dejado marcas en su interior. Ella se había marchado sin obtener respuestas, y él se había quedado con más preguntas que certezas.

Sophie. Isabella. Elías. Tres humanos distintos, conectados a él por hilos invisibles que no lograba comprender. Tres presencias que hacían temblar su lealtad al cielo.

Y lo que más lo inquietaba… era que no sentía culpa.

Azrael sabía lo que significaba amar. No porque lo hubiera vivido, sino porque había visto el daño que causaba en otros ángeles. Había oído historias, escuchado advertencias. Pero hasta ahora, nunca lo había comprendido del todo.

Ahora… lo sentía en la piel.

Ese cosquilleo cuando Isabella lo miraba. Ese estremecimiento en la voz de Sophie cuando pronunció su nombre. Esa necesidad de proteger, de quedarse, de descubrir quién era cuando no estaba cumpliendo una orden.

Y en medio de todo eso, estaba él mismo, transformándose.

Gabriel observaba desde las alturas. El velo que separaba los mundos estaba cada vez más débil. Las emociones de Azrael eran como grietas en una vasija sagrada. Pequeñas aún, pero si no se sellaban a tiempo… podrían destruir todo.

—No entiende en lo que se está convirtiendo —murmuró el arcángel, con un dejo de tristeza en la voz.

A su lado, un ángel menor asentía con preocupación.

—¿Y si no quiere regresar?

Gabriel cerró los ojos.

—Entonces tendremos que hacerlo volver por la fuerza.

Isabella caminaba por el puente, con su abrigo ajustado al cuerpo. El aire helado le golpeaba el rostro, pero no le importaba. Necesitaba aire, espacio. Sus pensamientos giraban en círculos.

Desde que había conocido a Azrael, todo había cambiado.

Las cosas que antes le parecían normales ahora le resultaban vacías. Ya no sentía comodidad en las rutinas. Su cuerpo estaba en la Tierra, pero su mente… su mente lo buscaba a él.

Lo que más le perturbaba era la intensidad de ese lazo. No lo conocía realmente. Y, sin embargo, lo sentía cerca, como si sus almas ya hubieran danzado antes, en alguna vida más antigua, más pura.

Se detuvo, abrazando el cuaderno de bocetos contra su pecho. No lo abriría aún. Había algo allí que temía ver con demasiada claridad.

Sophie no había dormido. Estaba sentada en el suelo de su habitación, rodeada de velas. Frente a ella, el libro antiguo abierto y sus ojos fijos en una ilustración: el mismo ángel que había visto la noche anterior.

Azrael.

Ahora sabía su nombre.

Sabía que no era humano, aunque algo en su esencia ya no era del todo celestial.

La conexión entre ellos iba más allá de la lógica. El recuerdo de sus manos, del campo dorado, del templo en ruinas… no eran alucinaciones. Eran fragmentos de otra existencia. Uno en el que sus almas se habían encontrado, una y otra vez, desafiando los límites del tiempo.

—Tú me recuerdas con el alma —susurró ella—. Y yo… yo no he dejado de esperarte.

Cerró los ojos y dejó que una lágrima resbalara por su mejilla.

Elías regresó a su taller oculto entre árboles. Colgó una nueva cinta de tela roja en el marco de la ventana. Cada cinta representaba una señal, un cambio, un aviso del cielo o del infierno.

Esa noche, colocó tres.

—El equilibrio está al borde —murmuró—. Los humanos no están listos para lo que se avecina… y los ángeles tampoco.

Caminó hasta su altar improvisado y encendió una vela azul.

—Que el elegido encuentre el camino antes de que sea demasiado tarde.

Porque Elías sabía lo que nadie más comprendía: Azrael no había bajado solo a observar. Había bajado a decidir.

Y si su corazón se inclinaba hacia los humanos… el cielo jamás lo perdonaría.

Azrael estaba solo en una iglesia abandonada, rodeado de polvo y silencio. Observaba un vitral roto que representaba a Miguel derrotando al dragón. El rostro del ángel tenía una expresión severa, implacable.

¿Ese era el destino de quienes amaban demasiado?

Se acercó al altar y cayó de rodillas.

No oraba. No pedía. Solo se rendía, por un momento, al peso de todo lo que estaba sintiendo.

—¿Por qué me siento así? —murmuró—. ¿Por qué no puedo sacarlas de mi mente?

Y en ese instante, sintió una presencia detrás de él.

Se giró. Y lo vio.

Gabriel.

Majestuoso, imponente, aún envuelto en luz celestial.

—Hermano —dijo Gabriel, sin juicio en la voz—. Ha llegado el momento de hablar.

Azrael no respondió. Solo lo miró, con los ojos llenos de dolor.

—¿Sobre qué?

Gabriel caminó hacia él con lentitud.

—Sobre lo que olvidaste. Sobre lo que eras. Y sobre lo que aún puedes ser… si eliges regresar.

Azrael frunció el ceño.

—¿Y si no quiero?

Gabriel lo miró con pesar.

—Entonces prepárate, porque el cielo no olvida a quienes traicionan su luz… incluso cuando esa traición nace del amor.




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