La noche había caído sobre la ciudad, pero Azrael no podía dormir. Se encontraba en lo alto de un edificio, contemplando las luces parpadeantes como si pudiera leer en ellas las respuestas que tanto buscaba. El viento le azotaba el rostro, pero no sentía frío. Lo que lo estremecía venía desde dentro.
Los recuerdos de Sophie regresaban con más intensidad. No como simples imágenes, sino como vivencias completas: el sonido de su risa en un jardín eterno, sus manos entrelazadas bajo un cielo dorado, su voz llamándolo por su verdadero nombre —uno que ni siquiera los humanos podrían pronunciar.
—"No importa cuánto cambien las eras... siempre te amaré" —recordó que ella había dicho.
Azrael cerró los ojos con fuerza. El dolor era real. Había amado a Sophie con la totalidad de su ser, desobedeciendo incluso la voluntad divina por permanecer a su lado. Pero ahora… ahora lo entendía.
Ese amor había sido parte de una etapa, intensa y hermosa, pero también marcada por el sacrificio y la pérdida. Un capítulo que debía ser honrado, pero no revivido.
—Gracias —susurró al viento—. Por haberme amado… y por dejarme ir.
El aire se volvió más liviano. Por primera vez, el recuerdo no dolió. Fue entonces cuando supo que ese ciclo, por fin, había terminado.
Isabella no dejaba de pensar en él. Desde su encuentro en el mercado, algo dentro de ella había cambiado. Azrael le provocaba emociones que no podía explicar, pero también una calma profunda, como si su presencia apagara las tormentas dentro de ella.
Esa noche, sin saber por qué, caminó hasta la pequeña librería donde lo había visto la última vez. Para su sorpresa, él estaba ahí, apoyado contra la estantería más cercana a la ventana.
—¿No deberías estar descansando? —preguntó con una sonrisa suave.
Azrael levantó la vista. Verla le trajo paz.
—No podía dormir —respondió—. Estoy... procesando cosas.
Isabella se acercó y se sentó a su lado. La luz cálida del local creaba un aura tenue alrededor de ambos.
—¿Quieres hablar de eso?
Azrael dudó. No solía abrirse, pero había algo en ella que lo desarmaba, que lo hacía sentir humano sin ser débil.
—Conocí a alguien... hace mucho tiempo. Alguien importante para mí.
—¿La amaste?
—Sí. Con todo lo que era.
Isabella bajó la mirada, sintiendo un ligero nudo en el estómago.
—Y… ¿ella ya no está?
—No. Y aunque su recuerdo ha regresado a mí, entiendo que no es a donde pertenezco ahora.
Ella lo miró, confundida.
—¿Y dónde perteneces?
Azrael giró el rostro hacia ella. Sus ojos, normalmente duros y etéreos, ahora eran cálidos, casi humanos.
—No lo sé del todo… pero cuando estoy contigo, siento que estoy más cerca de descubrirlo.
Isabella sintió cómo sus mejillas se encendían. Azrael le tendió la mano, y ella la tomó con cuidado, como si sostuviera algo sagrado.
Hubo un silencio, pero no era incómodo. Era un espacio sagrado entre dos almas que empezaban a reconocerse.
—Eres diferente —dijo Isabella, sin soltarlo.
—Tú también —respondió él—. Y creo que por eso nos encontramos.
Ella sonrió.
—¿Te quedarás esta vez?
Azrael asintió.
—Sí. No huiré de esto… ni de ti.
Y en ese momento, sin necesidad de palabras, ambos entendieron que algo había comenzado. Algo nuevo, limpio, lleno de posibilidades.
En el cielo, una estrella fugaz cruzó el firmamento. No era una casualidad. Era una señal.
El ciclo se había cerrado.
Y uno nuevo acababa de abrirse.