El amanecer rompía con tonos rosados sobre el horizonte cuando Isabella regresó a su apartamento. No había dormido nada. La conversación con Azrael la había dejado sacudida por dentro. Él no era un hombre… y sin embargo, no podía sentirlo más humano. Su piel aún recordaba el roce de su mano, sus palabras seguían vibrando en su pecho, y en su mente giraban preguntas sin respuesta.
¿Podía enamorarse de un ángel?
¿Y qué significaba eso para ella… para su alma?
Las horas pasaron lentas. Isabella evitó revisar su teléfono, como si el silencio fuera su única defensa ante una verdad demasiado grande para asimilar. Pero cuando la tarde cayó, una suave pulsación en su pecho la hizo mirar hacia la ventana. Lo sintió antes de verlo. Azrael estaba ahí, de pie, como si su sola presencia tejiera una burbuja de calma en medio del caos urbano.
—¿Puedo entrar? —preguntó él desde la puerta.
Ella no respondió, solo se hizo a un lado. No hacía falta hablar para entenderse. Había cosas que solo el alma podía decir.
Azrael se sentó en el borde del sofá. Llevaba una camisa sencilla y jeans, pero aún así, su presencia parecía incompatible con el mundo terrenal. Su piel blanca resplandecía bajo la luz tenue del salón, y sus ojos... sus ojos guardaban siglos de batallas, dudas y lealtades inquebrantables.
—Isabella —comenzó con voz grave—. Quiero que entiendas algo. No estoy aquí por mí. Estoy aquí por ustedes. Por la humanidad. Y desde que llegué, no ha habido un solo día en que no me cuestione si aún hay algo que salvar.
Ella lo miró, sentándose frente a él, más cerca de lo que debía, pero no lo suficiente como para tocarlo.
—¿Y qué has descubierto?
Azrael bajó la mirada.
—He visto crueldad, egoísmo, guerras sin sentido… pero también he visto a un niño defender a su madre con los brazos temblorosos. A una anciana dar su pan al hambriento. He visto personas romperse para salvar a otras. Y entonces... te vi a ti.
Isabella sintió un nudo en la garganta.
—¿Yo?
—Tú me hiciste dudar de todo lo que creía saber. Me hiciste querer quedarme. Y eso... eso es peligroso.
El silencio volvió a caer entre ellos, pero no era incómodo. Era profundo, como si ambos supieran que las palabras no alcanzaban para expresar lo que ardía por dentro.
—Quiero que me digas todo —susurró ella—. No me protejas con mitades. Si estoy metida en esto, merezco la verdad.
Azrael la miró con una mezcla de tristeza y admiración. Asintió.
—Mi nombre completo es Azrael, Custodio del Último Umbral, conocido entre los hombres como el Arcángel de la Muerte. Pero la muerte no es mi condena... es mi misión. Soy el que separa el alma del cuerpo cuando su tiempo ha terminado, el que acompaña en el último suspiro.
Isabella se estremeció. No por miedo, sino por el peso de su existencia.
—¿Y por qué tú… estás aquí ahora?
—Porque Dios ya no escucha los rezos como antes. Porque la fe se ha debilitado. Porque los hombres se han olvidado del propósito. Vine a convivir entre ellos. A vivir su día a día. A ver si aún hay redención.
—¿Y la hay?
Azrael no respondió de inmediato. Se puso de pie y caminó hacia la ventana.
—No lo sé. Pero contigo... siento esperanza. Y eso me aterra más que cualquier guerra que haya librado en el Cielo.
Isabella se acercó a él. No podía prometerle respuestas, ni certezas. Pero sí podía ofrecerle lo único real entre tanto misterio: su mano, temblorosa, pero firme.
Azrael la tomó con la suya. Sus dedos encajaban como piezas destinadas a encontrarse.
—No soy un milagro, Azrael —murmuró ella—. Solo soy una mujer que ha tenido miedo toda su vida. Pero contigo... estoy empezando a creer que puedo ser más.
Y fue entonces cuando Azrael lo supo. Ya no era solo el observador. Ya no era el emisario. Era parte de la historia.
El arcángel más leal del Cielo acababa de elegir a una humana como su debilidad.
Y esa debilidad... podría ser lo único capaz de salvarlo.