La debilidad del Arcángel (bilogía Arcángel - Libro I)

Capítulo 21: Sombras entre los Cielos

El amanecer se abría paso con pereza, tiñendo el horizonte de un gris azulado que no prometía sol. Las nubes cubrían el cielo como un velo espeso, opaco, que parecía anticipar el conflicto que se gestaba en lo alto. El aire estaba frío, cargado de una humedad que se colaba en los huesos, pero Azrael no lo sentía. Su cuerpo, eterno e inmutable, no reaccionaba como el de los humanos. Sin embargo, su alma… su alma sí empezaba a cambiar.

De pie sobre el tejado del antiguo monasterio que había tomado como refugio, Azrael observaba el mundo que se extendía bajo sus pies. Árboles, casas, autos, gente. Tanta gente. Caminando, hablando, gritando, viviendo. Y, en medio de todo ese caos humano, había algo que le hacía temblar por dentro: esperanza.

—No puedes quedarte aquí todo el día —dijo Isabella, rompiendo el silencio mientras subía con cuidado las escaleras oxidadas hasta alcanzarlo.

Llevaba una taza de café caliente entre las manos, como todas las mañanas. A pesar de saber que él no la aceptaría, insistía en traerla. Era su manera de recordarle que estaba presente, que lo veía.

—Me quedo porque necesito entender —respondió Azrael, sin mirarla aún—. Observarlos no es suficiente. Tengo que sentir lo que ellos sienten. Sufrir lo que ellos sufren.

Isabella se acercó y le ofreció la taza. Él la aceptó esta vez, solo para complacerla. No bebió, pero la sostuvo entre sus manos, sintiendo el calor atravesar la porcelana. Un calor que le parecía más real que todo lo que había experimentado en siglos.

—¿Y qué has sentido hasta ahora?

—Confusión. Dolor. Rabia. Pero también algo más... algo que no sé cómo nombrar.

—Amor —susurró ella, con una sonrisa tenue.

Azrael la miró por fin. Sus ojos eran tan humanos, tan llenos de vida, que por un momento olvidó todo lo que no era.

—Eso es lo más peligroso —murmuró él—. Porque me hace dudar.

—No te hace débil, Azrael. Te hace real.

Él bajó la mirada hacia la taza, luego al pueblo. Lo que antes le parecía ruido, ahora se volvía significado. Y esa transformación lo asustaba más que cualquier batalla celestial.

Más tarde, caminaron juntos hasta la plaza del pueblo. La rutina era la misma, pero ese día se sentía diferente. Al llegar, Azrael se detuvo abruptamente. Frente a la fuente central, Elías los esperaba. No estaba solo.

Una figura femenina lo acompañaba, envuelta en una túnica blanca resplandeciente, cuyos bordes parecían moverse al compás de un viento que nadie más sentía. Su cabello era largo y plateado como la luz del alba, y sus ojos brillaban con una intensidad imposible de sostener. Isabella retrocedió un paso sin saber por qué.

—Sariel —pronunció Azrael con voz grave.

La arcángel caminó hacia ellos sin alterar su expresión. Era la encarnación del juicio: implacable, incuestionable.

—Has permanecido demasiado tiempo entre ellos —dijo, sin saludar—. Te has desviado de tu propósito.

—Mi propósito es entenderlos —replicó Azrael—. Y eso no se logra observando desde lo alto.

Sariel miró a Isabella con evidente desaprobación. Su simple presencia parecía molestarle como si fuera una herida abierta en el orden divino.

—Te has dejado contaminar por la humanidad. Has olvidado quién eres.

—No. He recordado quién puedo ser —corrigió él—. He visto cosas aquí que el cielo prefiere ignorar. Miseria, sí. Maldad, también. Pero he visto bondad, sacrificio... amor.

Sariel se mantuvo en silencio, pero el desprecio en su mirada era tan evidente como una sentencia.

Fue entonces que Elías dio un paso al frente. Por primera vez, su voz sonó con autoridad.

—Sariel, él no ha quebrantado ninguna ley. Ha obedecido. Ha observado. Y está aprendiendo. No puedes condenarlo por sentir.

Sariel lo miró con una mezcla de sorpresa y furia.

—¿Quién eres tú para interponerte?

—Un puente —respondió Elías—. Entre ellos... y nosotros. Y tú deberías empezar a escucharlos antes de que sea demasiado tarde.

Sariel se giró hacia Azrael.

—No tienes mucho tiempo. El Consejo está dividido. Algunos quieren tu regreso. Otros, tu castigo. Esta... relación —dijo señalando a Isabella—, será el argumento perfecto para condenarte.

—Entonces tendré que darles razones para dudar —dijo Azrael con serenidad.

Sariel desapareció entre una ráfaga de luz. El aire volvió a la normalidad, pero la tensión permaneció.

Esa noche, Azrael se retiró solo al bosque. Se arrodilló en medio del claro, bajo la luna llena. Con los ojos cerrados, recordó a Sophie. Su voz. Su mirada. Su ternura. Un amor que había quedado atrapado en otra vida, en otro tiempo. No era fácil dejar atrás lo que fue... pero debía hacerlo.

—Gracias por lo que fuiste —susurró al viento—. Pero mi camino ya no está contigo.

Cuando abrió los ojos, solo una figura ocupaba su mente. Isabella. Su sonrisa imperfecta. Su humanidad. Ella no era un obstáculo. Era la razón. La chispa. La lección.

Y si eso lo condenaba… lo aceptaría.

Porque lo que sentía por ella no era un error. Era el principio de todo.




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