El cielo se tiñó de naranja cuando el sol comenzó a hundirse tras las montañas. Desde la colina, el pueblo parecía envuelto en una quietud falsa, como si los ecos del día intentaran disfrazar lo que se gestaba en el silencio de la noche. Azrael observaba desde lo alto, con las alas recogidas en su espalda. Aunque invisibles para los humanos, su presencia pesaba sobre el aire como un secreto antiguo.
Isabella lo acompañaba en silencio. Había aprendido a no forzar las palabras cuando él se perdía en sus pensamientos. Pero esa tarde, el silencio no era suficiente.
—¿Te arrepientes de haber bajado del cielo? —preguntó con voz suave, sentándose junto a él sobre la roca templada por el sol.
Azrael tardó en responder. Sus ojos seguían fijos en el horizonte, pero su alma estaba dentro de sí mismo, enfrentando preguntas que ni siquiera sabía cómo formular.
—No —respondió al fin—. Me arrepiento de no haberlo hecho antes.
La sinceridad en su voz hizo que Isabella girara el rostro para mirarlo. Él rara vez hablaba con esa apertura, con esa humanidad palpitante. Era como si cada día se deshiciera un poco más del arcángel inquebrantable para dar paso al hombre que empezaba a sentir.
—¿Qué fue lo que más te impactó de nosotros?
—La contradicción —respondió sin dudar—. La capacidad que tienen de amar profundamente... y destruir con la misma intensidad. El poder de su fe... y la facilidad con la que la abandonan. Son caóticos. Dolorosamente imperfectos. Y, sin embargo, fascinantes.
Isabella sonrió, pero había una sombra en su sonrisa. La visita de Sariel aún rondaba en su mente. Sabía que el tiempo de Azrael estaba contado, que su cercanía podía ser un peligro para ambos.
—¿Y qué harás si te llaman de vuelta?
—No iré —dijo sin mirarla—. No mientras no haya terminado aquí. No mientras tú sigas... siendo mi respuesta.
Isabella contuvo el aliento. No había una confesión directa, pero su mirada lo decía todo. La forma en que él la miraba —como si verla a ella fuera entenderlo todo— era más poderosa que cualquier palabra.
Esa noche, el pueblo celebraba una pequeña festividad. Las calles se llenaron de luces, música y risas. Azrael e Isabella caminaron entre la gente como si fueran uno más. Los niños corrían con bengalas en las manos. Los ancianos contaban historias junto al fuego.
Había algo en esa normalidad que lo conmovía más que todos los cantos celestiales.
—Esto es lo que temen allá arriba —murmuró Azrael—. Verme feliz con ustedes.
—¿Y tú? ¿Lo temes?
Azrael se detuvo frente a un puesto de dulces. Tomó uno y lo probó, más por curiosidad que por necesidad. Luego miró a Isabella y dijo:
—Sí. Porque cuanto más humano me vuelvo… más miedo tengo de perderlo todo.
Justo cuando la música se apagó momentáneamente, una figura emergió desde la sombra de un callejón. Era Sophie.
—Necesito hablar contigo —le dijo a Azrael, sin notar la presencia de Isabella al principio.
La tensión fue inmediata. Isabella dio un paso atrás, sin saber si debía quedarse o marcharse. Azrael la miró, asegurándole con los ojos que no había nada que temer.
—Dilo aquí —dijo él, con voz serena.
Sophie tragó saliva. Estaba más pálida que de costumbre, con ojeras marcadas y una expresión de angustia.
—He tenido visiones. No sé por qué, pero… te vi caer. Te vi sangrando. Vi fuego, Azrael. Vi el cielo cerrarse para siempre.
El silencio fue como un puñal. Isabella lo sintió en la piel.
—¿Cuándo viste eso? —preguntó él.
—Hace tres noches. Fue tan real... como si ya hubiera ocurrido. Y tú estabas solo.
Azrael bajó la mirada, reflexionando. Sophie no mentía. Había sido una vidente en su otra vida, y ese don aún la perseguía, incluso en esta.
—Gracias por decírmelo —dijo él—. Pero ya no estoy solo.
Sophie miró a Isabella. Por primera vez, la aceptó con la mirada, como si entendiera finalmente que ya no había lugar para ella en el corazón de Azrael.
—Lo sé. Solo... cuídate —susurró antes de desaparecer entre la multitud.
Horas después, en la tranquilidad del bosque, Azrael se sentó bajo el mismo árbol que lo había protegido durante su primer día en la Tierra. Isabella se sentó frente a él, con las piernas cruzadas.
—¿Tienes miedo? —le preguntó.
—Sí. Pero no del fuego. Ni del juicio. Lo que me aterra... es no poder terminar lo que vine a hacer. Y no poder protegerte a ti.
Isabella se inclinó hacia él y tomó sus manos.
—No estás solo, Azrael. No desde que llegaste. No mientras yo respire.
Las estrellas parpadearon en lo alto. Y aunque el futuro era incierto, por un instante, en ese rincón del mundo, todo pareció estar en equilibrio.