El silencio de la noche caía como un manto sobre la ciudad. Las luces artificiales parpadeaban, distantes, mientras el alma de Azrael se encontraba más inquieta que nunca. No era el bullicio humano lo que lo alteraba, sino las emociones que comenzaban a habitarlo con más fuerza. Las emociones que nacían cada vez que Isabella lo miraba con esos ojos llenos de esperanza, dolor y algo que él aún no se atrevía a nombrar.
Esa noche, después de ayudar a una anciana a cruzar la calle, Azrael se quedó de pie bajo la lluvia. El agua no lo incomodaba, al contrario, le recordaba al cielo, a la pureza perdida. Pero también lo enfrentaba a lo que ahora era: un ser celestial envuelto en carne, atrapado entre dos mundos.
—¿Por qué siento tanto? —murmuró, como si el cielo aún pudiera responderle.
Caminó sin rumbo hasta llegar al pequeño refugio donde Isabella ayudaba por las noches a familias sin hogar. Él solía observarla desde lejos, protegiéndola sin que ella lo supiera, pero esa noche no quiso mantenerse al margen. Entró.
Isabella lo notó enseguida, con la misma sorpresa y calidez que siempre. Su sonrisa fue la chispa que quebró el hielo que Azrael aún intentaba sostener entre ellos.
—No esperaba verte aquí —dijo ella, entregándole una taza de té caliente.
—Sentí que debía estar —respondió él, aceptándola. Sus dedos se rozaron apenas, pero bastó para que ambos sintieran ese impulso inexplicable que parecía unirlos más allá del tiempo.
Hablaron por horas. Sobre la fe, sobre el dolor, sobre los niños que dormían a su alrededor. Y entre palabra y palabra, Azrael descubría que Isabella no solo lo entendía… lo veía.
Ella no necesitaba alas para saber quién era. No necesitaba pruebas para creer. Lo sentía. Y esa certeza lo estremecía más que cualquier otra cosa.
—Siempre he sentido que alguien me cuida —le confesó ella, sin apartar la vista del vapor que escapaba de su taza—. Desde que era niña. Nunca supe quién… hasta que te vi.
Azrael bajó la mirada. Quiso decir algo, pero el nudo en su garganta era demasiado humano. Demasiado nuevo.
—No soy quien crees —dijo él finalmente.
—Eres más de lo que yo imaginaba —respondió ella con suavidad.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Fue ahí, en medio de ese instante suspendido, que una sombra irrumpió por la puerta trasera. Un joven, temblando, con sangre en el rostro, tropezó hasta el interior del refugio. Isabella corrió a ayudarlo, mientras Azrael se ponía de pie, alerta.
—Me... me siguen —balbuceó el muchacho.
Azrael reconoció en él algo más que miedo. Reconoció oscuridad. Pero no la suya. Algo más profundo. Algo que venía de afuera. Había sido tocado por las tinieblas.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó Azrael, inclinándose a su lado.
El joven tembló. Sus ojos vidriosos buscaron los de Azrael y, por un momento, pareció que algo invisible chocaba contra su presencia.
—Tú no eres humano —susurró, antes de desmayarse.
Isabella lo miró, confundida, pero Azrael ya se levantaba. Algo más grande se avecinaba. Las sombras no se ocultaban más. Y la humanidad, la que él debía evaluar, comenzaba a mostrar no solo su dolor... sino los rostros de su amenaza.
Esa noche, mientras Isabella curaba al joven, Azrael salió al tejado. El cielo estaba cubierto, pero él alzó la vista igual.
—Padre... ¿es esta mi prueba, o la suya?
Y por primera vez en siglos, no obtuvo respuesta.