El cielo se oscureció sin previo aviso. Las nubes grises se arremolinaron con fuerza, cubriendo el atardecer que solía pintar de fuego los tejados de la ciudad. Isabella alzó el rostro hacia lo alto, sintiendo el peso del aire antes de que las primeras gotas de lluvia comenzaran a caer, suaves como suspiros.
Azrael caminaba a su lado, en silencio. Desde su conversación con Elías, el arcángel se había sumido en una reflexión profunda, casi dolorosa. Ya no era solo un observador celestial; ahora sentía la carga de la humanidad sobre los hombros, una que lo arrastraba cada vez más hacia emociones que antes no comprendía. Amor. Duda. Esperanza.
La lluvia comenzó a arreciar, empapando sus ropas, pero ni Isabella ni Azrael se movieron. Era como si el mundo se hubiese detenido para permitirles estar en ese instante, solos frente al universo que los había unido sin explicación lógica.
—¿Estás bien? —preguntó Isabella, su voz apagada por el murmullo de la lluvia.
Azrael asintió lentamente, pero sus ojos se mantenían perdidos en la distancia. Su cabello negro, corto y mojado, goteaba sobre su frente, y su barba bien perfilada se destacaba más bajo la humedad. Tenía el rostro de una escultura celestial, pero los ojos… esos ojos cargaban ahora un peso que no era de este mundo.
—He empezado a recordar cosas —murmuró él, con un tono grave—. No solo de esta misión… sino de otras vidas. De rostros que se desvanecen en la bruma de mi mente.
Isabella frunció el ceño, sin saber cómo interpretar esas palabras.
—¿Hablas de Sophie? —preguntó con sinceridad, sabiendo que el nombre ya no le era ajeno.
Azrael bajó la mirada y asintió.
—Sí. En otra existencia, ella formó parte de mí. Pero hoy… solo es un eco. Un susurro del pasado que no tiene lugar en este presente. No negaré lo que fue, pero ya no me define. No cuando estoy aquí… contigo.
Isabella sintió que su corazón se apretaba. No por celos, sino por la certeza de que Azrael estaba eligiendo caminar con ella, dejando atrás lo que una vez fue.
El ángel se acercó, dejando que sus dedos rozaran la mejilla de Isabella, fría por la lluvia.
—No sé aún cuál es mi destino aquí. No sé si mi presencia podrá cambiar el corazón de los hombres, o si el juicio ya está sellado. Pero de algo estoy seguro… tú eres mi ancla en este mundo. Eres la única verdad que me hace desear que la humanidad tenga redención.
Ella tragó saliva, sintiéndose vulnerable ante la intensidad de sus palabras.
—Yo tampoco entiendo todo esto, Azrael. Pero desde que apareciste, mi vida cambió. Y no es por lo que eres… sino por cómo me haces sentir.
La lluvia seguía cayendo, como si el cielo también llorara de emoción contenida. Y entonces, sin pensarlo demasiado, Azrael la atrajo hacia él. Sus brazos fuertes la rodearon, y en medio del silencio lluvioso, sus labios se encontraron por primera vez, despacio, con temor… y con un fuego que parecía eterno.
El beso no fue un simple contacto. Fue una promesa. Una revelación. La confirmación de que entre ambos existía algo que trascendía los planos conocidos, algo que ni siquiera los ángeles podían explicar con palabras.
Cuando se separaron, el mundo parecía distinto. Más cálido, a pesar del frío. Más claro, aunque la tormenta seguía rugiendo.
—Tengo miedo —admitió Isabella, sin soltarlo—. ¿Qué pasará si te obligan a marcharte?
—Entonces pelearé por quedarme —respondió él con firmeza—. Ya no soy solo el mensajero de Dios. Soy un protector. Y tú… eres mi razón.
Una figura los observaba desde lejos, refugiada bajo un alero. Elías. Sus ojos, oscuros y sabios, brillaban con una mezcla de inquietud y resignación. Sabía que los caminos del cielo no eran fáciles de cambiar… pero había visto suficiente para entender que, quizás, aún quedaba esperanza.
Y que la debilidad de un arcángel podía ser, en realidad, la fuerza que salvara al mundo.
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