Azrael despertó antes del amanecer. El aire era más denso de lo habitual y una extraña sensación le envolvía el pecho, como si algo estuviese a punto de romperse. Había aprendido a reconocer los presagios, esos temblores en el alma que el cielo enviaba cuando una decisión importante se avecinaba.
Se incorporó lentamente en el viejo catre de madera donde se había refugiado la noche anterior. La habitación era sencilla, con paredes blancas agrietadas y una ventana desde la cual podía ver el cielo teñido de gris. Afuera, el mundo comenzaba a moverse con pereza, ignorante del juicio que pendía sobre él.
Elías llegó al poco tiempo, con una taza de café caliente y esa mirada que parecía observar más de lo que decía.
—Soñaste algo —dijo sin rodeos, como si hubiera estado presente en su mente durante la noche.
Azrael lo miró, desconcertado. A veces olvidaba que Elías no era un hombre común. Había algo en él que desafiaba la lógica terrenal, una energía antigua, silenciosa y poderosa.
—No fue un sueño —murmuró el arcángel—. Fue una señal.
Elías no preguntó más. Se limitó a sentarse junto a él, en silencio, esperando.
Azrael se puso de pie y se acercó a la ventana. El viento soplaba con fuerza, levantando polvo en las calles desiertas. Y entonces lo vio. En el cielo, entre las nubes grises, se formó un resplandor blanco, una figura borrosa que parecía extender alas gigantescas sobre el mundo.
El juicio se acercaba.
—La humanidad está en un punto de quiebre —dijo Azrael, más para sí mismo que para su acompañante—. Están llenos de odio, miedo, rencor... y sin embargo, también hay amor, compasión y sacrificio. ¿Cómo puedo juzgar un corazón humano cuando cada uno guarda luz y sombra?
Elías respondió con voz suave:
—Tal vez no viniste a juzgar, sino a comprender.
Las palabras lo golpearon con fuerza. ¿Y si su misión no era condenar o salvar, sino entender lo que los ángeles nunca han sentido por completo? ¿Y si todo se reducía a lo que ahora comenzaba a nacer en su pecho cada vez que Isabella aparecía?
Esa tarde, Azrael fue a buscarla. La encontró en la biblioteca donde se había refugiado del bullicio del mundo. Estaba sentada junto a una ventana, leyendo, ajena a la tormenta que se gestaba sobre sus cabezas.
—Estás aquí —susurró ella sin levantar la vista del libro—. Lo supe esta mañana.
Él se acercó y se sentó frente a ella. Por unos segundos, no dijo nada. Solo la observó. Su rostro iluminado por la luz tenue, sus labios ligeramente curvados en una sonrisa contenida, su calma. ¿Cómo era posible que una humana lo hiciera sentir tan vivo?
—Isabella —comenzó con voz queda—. Si supieras lo que está por venir, ¿huirías?
Ella levantó la mirada. Sus ojos se encontraron con los suyos, y el tiempo pareció detenerse.
—No. No le temo a lo que eres, Azrael. Lo único que temo… es que te alejes sin decirme adiós.
El corazón del arcángel, si es que aún podía llamarse así, palpitó con fuerza. En ese instante, entendió que su prueba no era la humanidad entera. Era ella.
Esa noche, mientras el cielo tronaba en silencio, Azrael salió a caminar solo. El resplandor en las alturas aún estaba presente, más fuerte, más brillante. Y en medio de la calle vacía, una voz resonó en su mente, poderosa y firme:
—La balanza se inclina, Azrael. El amor puede salvar, pero también puede condenar.
Y por primera vez desde que pisó la Tierra, Azrael sintió miedo.
Miedo no de los humanos, ni de sus errores, ni siquiera del juicio. Sintió miedo de perderla. De fallar. De ser el motivo por el cual la humanidad no tuviera redención.
Porque amar era una bendición, pero también… una debilidad.