El cielo se oscurecía a pesar de ser mediodía. Un extraño silencio cubría la ciudad, como si el mundo supiera que algo más grande se avecinaba. Isabella miró por la ventana de su apartamento, sintiendo una presión en el pecho que no lograba explicar. Desde que Azrael volvió a verla, todo había cambiado. Ya no era solo un hombre misterioso con ojos imposibles de ignorar. Era alguien que cargaba un mundo invisible sobre los hombros.
Esa tarde, mientras caminaba por el parque cercano, lo vio aparecer entre los árboles. Su figura destacaba como si la luz lo buscara incluso en medio de la sombra.
—No esperaba verte hoy —dijo Isabella, con una sonrisa insegura.
—No podía mantenerme lejos —respondió Azrael, sincero.
Ella lo miró en silencio, notando el cansancio en su rostro. No físico, sino emocional. Como si estuviera librando una guerra sin descanso.
—Estás cambiando —murmuró Isabella, mientras se acercaba a él—. Desde la última vez que hablamos, hay algo en ti... distinto.
Azrael bajó la mirada. Había tomado una decisión. No podía seguir ocultando lo que era. Ya no. Isabella merecía saber la verdad. Si realmente lo amaba, tenía que ver quién era detrás de la piel humana que vestía.
—Isabella... hay algo que no puedo seguir ocultándote.
Ella asintió, con los ojos bien abiertos, dispuesta a escucharlo sin interrumpir.
—Yo no soy como los demás. No vine aquí por casualidad, ni por destino romántico. Fui enviado. Desde un lugar que no puedo describir con palabras humanas... —hizo una pausa, buscando en su interior la fuerza para continuar—. Soy un ángel, Isabella. Un arcángel. Y mi misión es juzgar a la humanidad.
Por un momento, todo quedó en silencio. Incluso el viento pareció detenerse.
—¿Un... ángel? —repitió ella, sin comprender del todo.
—Sí. Fui creado con un propósito. Observarlos. Entender si todavía vale la pena... creer en ustedes.
Isabella dio un paso atrás, no por miedo, sino por la magnitud de lo que acababa de escuchar. Su corazón latía desbocado. Una parte de ella quería negar lo que oía, pero la otra, la que lo había visto sanar a una niña con solo tocarla, la que lo había sentido hablar con una calma sobrenatural... esa parte sabía que era cierto.
—Y... ¿yo qué soy en todo esto? —preguntó con voz temblorosa.
—Eres la razón por la que dudo de mi misión —dijo Azrael—. Tu bondad, tu compasión... me hacen cuestionar si es justo castigar a toda una especie por los errores de muchos.
Isabella sintió las lágrimas arder en sus ojos, no por tristeza, sino por el peso de esa confesión.
—Entonces, ¿me elegiste a mí?
Azrael negó con la cabeza.
—No te elegí. Fuiste puesta en mi camino por una fuerza mayor. Pero ahora... no puedo imaginar esta misión sin ti.
Un trueno resonó en la distancia. El cielo, cargado de electricidad, parecía responder a sus emociones. De pronto, el aire vibró y ambos sintieron una presencia. Una voz —etérea y firme— susurró en la mente de Azrael:
“La decisión se acerca. No olvides quién eres.”
Isabella notó que Azrael había palidecido.
—¿Qué fue eso? —preguntó.
—Una advertencia... del cielo.
Se miraron en silencio. Ya no eran solo un hombre y una mujer. Eran dos piezas en un tablero que estaba a punto de moverse.
Azrael sabía que el tiempo se agotaba. Pronto tendría que tomar una decisión. Pero ahora, con Isabella a su lado, por primera vez se permitió imaginar una alternativa a la destrucción. Una esperanza.
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