El día comenzó con una calma sospechosa. El cielo tenía un tono grisáceo, cargado de electricidad, como si las nubes supieran que algo se avecinaba. Azrael lo sintió en cada fibra de su ser: una presencia antigua, familiar y a la vez distante, había cruzado el velo.
En el pueblo, las personas comenzaban a actuar de forma extraña. Algunas se mostraban más agresivas sin razón aparente, otras caían en estados de angustia profunda, como si una sombra se hubiera posado sobre sus corazones. Isabella lo notó desde temprano. Caminaba por la plaza principal rumbo a su trabajo cuando una mujer mayor comenzó a gritar sin motivo, maldiciendo a los transeúntes. Un joven que intentó calmarla terminó agredido. Nadie parecía comprender qué estaba pasando.
Cuando Isabella llegó a la floristería, ya la esperaba Elías. Estaba pálido, agitado, con el ceño fruncido.
—Él ya está aquí —dijo, sin rodeos.
—¿Quién? —preguntó Isabella, con el pulso acelerado.
—Uno de ellos. Uno de los que no quieren que Azrael cumpla su propósito.
Isabella sintió un escalofrío. No era necesario que Elías dijera más. Sabía que algo sobrenatural se avecinaba. Lo que no imaginaba era cuán cerca estaba.
Mientras tanto, Azrael recorría las afueras del pueblo. Sentía cómo el equilibrio se deshacía lentamente, cómo el velo entre ambos mundos se debilitaba. El viento traía murmullos. No eran voces humanas. Eran lamentos antiguos, susurros de almas en pena atrapadas entre planos. Algo o alguien los estaba manipulando.
En medio del bosque, el ángel se detuvo. Frente a él, apareció una figura imponente, cubierta por una capa negra que ondeaba sin viento. No necesitaba verlo para reconocerlo.
—Sariel —pronunció con los dientes apretados.
El arcángel caído levantó el rostro. Su belleza era oscura, peligrosa. Sus ojos, del color de la ceniza, estaban vacíos de compasión.
—Hermano —dijo con ironía—. Veo que te has adaptado bien a esta prisión de carne.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Azrael.
—Porque estás desafiando las reglas. Porque te estás acercando demasiado a los humanos. Y porque el amor… el amor te está debilitando.
Azrael se mantuvo firme.
—El amor me está recordando por qué luchamos. Por qué valemos. Por qué no debemos perder la fe en ellos.
Sariel rió, una risa rota, amarga.
—Ellos te destruirán. Te darán la espalda. Lo han hecho antes. ¿O ya olvidaste lo que pasó con Sophie?
Azrael no cayó en la provocación.
—Sophie fue el ayer. Isabella es el ahora. Y lo que tú ves como debilidad… es lo que me hará resistir.
Sariel dio un paso al frente, y la tierra pareció temblar.
—Entonces prepárate, hermano. Porque esta vez, no vengo solo. Las fuerzas que una vez conociste como aliadas… ahora se están volviendo contra ti.
Azrael sintió cómo el cielo vibraba con amenaza. El equilibrio se quebraba, y con ello, el verdadero desafío comenzaba. El pueblo no solo era el escenario de una prueba, sino también el campo de batalla de un conflicto mucho más profundo que el mundo humano podía entender.
Esa noche, cuando regresó a casa, Isabella lo esperaba en la puerta. Había lágrimas contenidas en sus ojos.
—¿Qué está pasando, Azrael?
El ángel la miró en silencio por un momento. Luego se acercó y le tomó las manos.
—El cielo ya no es un lugar seguro… y la Tierra está a punto de convertirse en una zona de guerra. Pero no te dejaré sola. No mientras tenga aliento en mi cuerpo.
Isabella asintió, sabiendo que las palabras que acababa de escuchar eran una promesa sagrada. La oscuridad se acercaba… pero ella no temía. Porque el amor que había surgido entre ellos era lo único lo suficientemente fuerte para enfrentar lo imposible.