La brisa matutina ya no tenía el mismo aroma de días pasados. En el aire flotaba un susurro tenue, casi imperceptible, como si la tierra misma contuviera la respiración ante lo que se avecinaba. El pueblo despertaba bajo una luz grisácea, y aunque el sol aún cruzaba el cielo, su calor no alcanzaba los corazones de quienes habitaban aquellas calles silenciosas.
Azrael permanecía en el umbral de la pequeña iglesia, su mirada fija en el horizonte. Desde la llegada de Sariel, algo en el tejido mismo de la realidad había cambiado. El tiempo parecía moverse con lentitud y el cielo... el cielo ya no era el mismo.
—¿Lo sientes también, verdad? —preguntó Isabella, acercándose a él.
Azrael no desvió la vista.
—Sí. La maldad de Sariel no es directa, no es brutal como la de un demonio. Es insidiosa, se infiltra en los pensamientos, debilita la fe, siembra desconfianza.
Isabella tragó saliva.
—¿Y qué podemos hacer? No podemos luchar contra lo que no podemos ver.
Azrael giró hacia ella y por primera vez en días, tomó su mano con fuerza.
—No estamos solos. Él sabe que aún hay esperanza... y por eso Sariel ha venido.
En los días siguientes, comenzaron a suceder cosas extrañas. Familias que antes se reunían en armonía, ahora discutían por cosas triviales. Amigos que solían ayudarse, se miraban con recelo. El pueblo se estaba quebrando poco a poco y nadie entendía por qué.
Una tarde, Elías irrumpió en la iglesia, agitado y pálido.
—Tienen que venir. Algo ha pasado en la casa de los Rivera.
Al llegar, encontraron a la madre de familia llorando desconsolada. Su hijo menor había desaparecido. No había señales de lucha, ni puertas forzadas. Solo una nota garabateada que decía: "Las ovejas que se alejan del pastor no siempre encuentran el camino de vuelta."
Azrael cerró los ojos. Ese era el lenguaje de Sariel.
—Está marcando su territorio —murmuró—. Está demostrando que puede arrancar lo más valioso sin que nadie pueda evitarlo.
Isabella apretó los puños.
—¡Esto no puede seguir así! ¡Tenemos que hacer algo!
—Lo haremos. Pero no con ira —respondió Azrael, su voz firme—. La fuerza no reside solo en la espada, Isabella. También está en la fe, en el amor que somos capaces de proteger.
Esa noche, mientras el pueblo dormía en sobresalto, Isabella tuvo un sueño. Se encontraba en medio de un campo de lirios blancos, bajo una luna brillante. En el centro del campo, un niño con ojos dorados le hablaba sin mover los labios.
"Tu luz ha sido elegida para guiar. Pero cuidado, la oscuridad siempre busca corromper lo que brilla más fuerte."
Al despertar, sudando y con el corazón acelerado, recordó esas palabras como si fueran parte de su alma. Y supo, sin necesidad de más señales, que algo dentro de ella estaba cambiando.
Ya no era solo la humana que se había enamorado del ángel. Ahora era algo más. Algo que aún no comprendía, pero que sería vital en lo que estaba por venir.