La debilidad del Arcángel (bilogía Arcángel - Libro I)

Capítulo 44: El Eco del Sacrificio

La noche había caído como un velo de inquietud. El pueblo, normalmente en calma, ahora se movía con nerviosismo. Grupos de vecinos se reunían en secreto, cuchicheaban nombres, señalaban casas. Algunos mencionaban a Azrael con recelo. Otros, a Isabella con desconfianza.

Desde una ventana entreabierta, Elías observaba cómo la desconfianza germinaba como una enfermedad.

—Están cayendo en su trampa —murmuró, mientras en su mano temblorosa sostenía una hoja con símbolos que no recordaba haber escrito conscientemente. Eran marcas antiguas, vestigios de una memoria dormida, como si algo dentro de él supiera lo que estaba por venir.

Esa madrugada, Azrael se mantuvo en lo alto del campanario, observando las luces apagarse una por una en las casas. Su mirada no era de temor… sino de tristeza. Sabía que lo inevitable se acercaba. Que el plan de Sariel no era una simple confrontación, sino una descomposición lenta de la fe y del amor.

Isabella subió los escalones en silencio, envuelta en una manta. Al verlo, su corazón se encogió. Azrael lucía cansado, con las alas apenas visibles a la luz de la luna. No dijo nada al llegar, solo se sentó a su lado, como lo había hecho tantas veces desde que se conocieron.

—¿Qué tanto piensas? —susurró, rompiendo el silencio.

—Pienso en lo que debo hacer… y en lo que deseo hacer —respondió él sin mirarla.

—¿Y qué deseas hacer?

—Quedarme. Contigo. Hasta el fin.

Isabella cerró los ojos. Las palabras la llenaban de calor, pero también de miedo. Porque ella también tenía un deber. Un llamado interno que no entendía del todo, pero que cada día se hacía más fuerte.

—Si el destino nos separa, ¿prometes que no olvidarás lo que vivimos aquí? —le preguntó con la voz quebrada.

Azrael volteó hacia ella, y por primera vez en mucho tiempo, le mostró su rostro vulnerable.

—Yo no olvido, Isabella. Ni siquiera después de milenios.

Un trueno rompió el silencio de la noche.

No era lluvia. Era la señal.

En lo profundo del bosque, el seguidor de Sariel —el extraño de ojos fríos— invocaba una fuerza más oscura. Las raíces de los árboles se retorcían, y un humo violáceo comenzaba a extenderse hacia el pueblo.

Elías lo sintió primero. Una punzada en el pecho, como si su alma se agrietara. Corrió hacia la iglesia, donde sabía que encontraría a Azrael.

—¡Ya comenzó! —gritó desde la puerta—. ¡Lo está liberando… ahora!

Azrael se incorporó de inmediato, y por un segundo, sus alas se desplegaron por completo, como una reacción automática a la amenaza.

—No dejaré que destruya este lugar. Ni a ella.

Isabella, aún sin entender del todo, lo tomó del brazo.

—Si tú vas, yo voy contigo.

—No —respondió él—. Esta batalla no es tuya.

—¿No lo ves? Desde el momento en que te vi, fue mía también.

Azrael sabía que no podía detenerla. Y en el fondo, sabía que ella era una parte esencial de lo que estaba por venir. No solo una testigo. Sino una fuerza.

Mientras la oscuridad se acercaba al pueblo, envolviendo árboles y techos, Azrael se elevó por encima de la plaza, y su voz —como un trueno celestial— resonó entre las casas:

—¡Sariel, da la cara! ¡Tu juego termina esta noche!

El cielo se partió en un instante. Una grieta luminosa se abrió entre las nubes… y desde ella descendió una figura de fuego y odio.

Sariel había llegado.

Y con él, la hora de elegir entre el amor... o la destrucción.




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