Sariel descendió envuelto en un aura de fuego púrpura, sus ojos como carbones encendidos. No era el ángel que una vez sirvió a la luz. Era otra cosa. Algo desfigurado por la ambición y el rencor.
—Azrael… viejo hermano —dijo con una voz seductora y letal—. Te has rebajado a sentir. A amar. Qué patético final para un guerrero celestial.
Azrael no respondió. Sus alas vibraban de tensión, pero su mirada se mantenía fija en él, como si cada segundo fuera parte de un juicio silencioso.
—No he venido por ti —continuó Sariel—. He venido por ella —señaló a Isabella.
Un viento violento se alzó. Isabella dio un paso atrás, pero Elías se interpuso entre ella y Sariel sin pensarlo.
—No la tocarás.
Sariel lo miró con una sonrisa torcida.
—El hijo del umbral… Siempre tan dispuesto a morir por causas perdidas.
Azrael sintió la vibración de esas palabras. Hijo del umbral. No era un apodo. Era un título. Uno que ni siquiera Elías comprendía aún del todo.
—¿Qué significa eso? —preguntó Isabella, tomándose el pecho, sintiendo un ardor extraño en su interior.
Sariel giró lentamente hacia ella, como si saboreara cada revelación.
—Significa que este mundo ya no les pertenece. Y tú, Isabella… tú eres la grieta. El punto de quiebre. A través de ti, lo celestial y lo terrenal colapsarán.
Azrael avanzó, firme.
—Te equivocas. Ella es el equilibrio. Y si quieres llegar a ella… tendrás que destruirme primero.
Sariel soltó una carcajada que retumbó como un trueno.
—Eso puede arreglarse.
El suelo tembló. Desde las grietas de la tierra comenzaron a emerger figuras de sombras: humanos vacíos, poseídos por el odio, los que habían caído en la oscuridad sin siquiera notarlo. El pueblo estaba dividido, y ahora, muchos de sus habitantes marchaban contra Azrael.
—Esto es lo que elegiste, Azrael —dijo Sariel con crueldad—. Un mundo que no te quiere. Que te teme. Y que ahora, te va a destruir.
Pero justo antes del primer ataque, Isabella alzó ambas manos.
El aire se volvió estático.
Sus ojos brillaron como estrellas fugaces.
—¡Deténganse!
Y entonces, el tiempo pareció congelarse.
Las sombras titubearon. Sariel parpadeó, sorprendido. Y Azrael… Azrael sintió algo que no había sentido en siglos: asombro.
Isabella no lo sabía, pero en ese momento, canalizaba una fuerza que no venía ni del cielo ni de la tierra, sino de la conexión entre ambos. Ella era el puente.
Sariel gruñó y retrocedió apenas un paso.
—Esto no termina aquí.
Con un último estruendo, desapareció entre las sombras que él mismo había convocado. Las figuras humanas cayeron al suelo, inconscientes, como si hubieran despertado de una pesadilla.
Isabella cayó de rodillas, agotada. Azrael corrió hacia ella y la sostuvo con delicadeza.
—¿Qué fue eso? —preguntó, aún sin aliento.
Ella negó con la cabeza, temblando.
—No lo sé… solo sentí que si no hacía algo… todo se rompería.
Elías se acercó, con el rostro más pálido que nunca.
—Isabella… tú no eres solo una humana. Y creo que… creo que es hora de que lo sepas todo.
Azrael y ella se miraron. El mundo había cambiado en un instante. Las reglas ya no eran las mismas.
Y el final… apenas comenzaba a dibujarse en el horizonte.