La debilidad del Arcángel (bilogía Arcángel - Libro I)

Capítulo 46: El susurro del origen

La noche caía con lentitud, como si el cielo dudara entre envolver la tierra en sombras o permitirle un respiro más de luz. El pueblo entero parecía contener el aliento. Los rostros que antes saludaban con sonrisas ahora evitaban la mirada. Las noticias sobre Sariel y su creciente influencia comenzaban a sembrar una división silenciosa, una grieta invisible que se abría poco a poco entre los habitantes.

Azrael lo percibía todo, cada emoción, cada pensamiento turbio, cada oración susurrada con temor. Y aunque su corazón celestial seguía latiendo por la humanidad, una duda incómoda empezaba a instalarse en lo profundo de su ser: ¿sería suficiente su presencia para redimirlos?

Esa noche, decidió hablar con Isabella. No podía postergar más lo que comenzaba a entrelazarse entre ambos: sentimientos, secretos… destino.

—Isabella —dijo con voz suave, tocando a su puerta mientras la brisa nocturna movía los árboles como si el bosque también escuchara—. ¿Puedo pasar?

Ella asintió sin decir palabra. Había algo en sus ojos que reflejaba inquietud, como si también sintiera que algo importante estaba a punto de salir a la luz.

—He tenido visiones —comenzó Azrael, sentándose frente a ella—. Fragmentos, susurros... Ecos de algo que antes no comprendía.

—¿Sobre mí? —preguntó Isabella, casi sin aliento.

Él asintió.

—No sé cómo explicarlo… pero no eres como los demás. Hay algo en ti que me resulta familiar, pero no de esta vida. Es como si tu alma llevara una memoria antigua… divina.

Isabella bajó la mirada, apretando los labios. Había sentido lo mismo, aunque nunca se atrevió a decirlo en voz alta. Desde la primera vez que vio a Azrael, algo dentro de ella había despertado. Un latido ancestral, un vínculo inexplicable.

—Cuando era niña —dijo ella en voz baja— soñaba con alas blancas y fuego dorado. Soñaba con un jardín suspendido en el cielo.

Mi madre decía que eran fantasías… pero yo los recordaba con tanta nitidez, como si hubiera estado ahí.

Azrael la miró en silencio. Un destello cruzó sus pupilas. En su mente, un recuerdo fugaz emergió: una figura luminosa a su lado, en medio de ese mismo jardín celestial. Su voz… era la de Isabella.

—Tú… estuviste allá —murmuró él, sin poder ocultar la sorpresa—. No como ángel, pero como algo más. Algo que fue enviado, o quizá… exiliado.

—¿Crees que soy parte del cielo? —preguntó Isabella, confundida.

—Creo que lo fuiste —dijo él—. O que tu alma lo fue. Tal vez no lo recuerdas por completo aún, pero llevas una chispa que no pertenece a este mundo. Y puede que esa chispa sea la razón por la que estás aquí… conmigo.

El silencio se instaló entre ellos. No era incómodo, sino sagrado. Como si el universo mismo los observara.

—¿Y qué significa eso? —preguntó ella, finalmente—. ¿Qué se supone que debo hacer?

Azrael se acercó y tomó sus manos.

—Aún no lo sé. Pero lo descubriremos juntos. Tal vez tú seas la clave que determine si la humanidad tiene una última esperanza… o si todo está perdido.

Una ráfaga de viento abrió la ventana de golpe. Las velas parpadearon como si algo invisible se hubiera infiltrado en la habitación. Y en ese instante, ambos sintieron lo mismo: algo oscuro se aproximaba.

Pero también, una nueva certeza se sembraba entre ellos. Ya no estaban solos. Y el pasado de Isabella —aún envuelto en sombras— comenzaba a vislumbrarse como la luz que haría tambalear incluso los cimientos del cielo.




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