La noche cayó con un aire espeso, cargado de presagios. Los vientos del este soplaban con fuerza, y cada hoja, cada rama, parecía susurrar advertencias que solo el alma podía entender. En la vieja iglesia abandonada, Azrael se encontraba de pie frente al altar derrumbado, mientras los demás se preparaban para lo que sabían que no podrían evitar por mucho más tiempo.
—Ya no se trata solo de resistir —dijo Azrael a Isabella, con los ojos brillando con una luz dorada—. Es momento de actuar. Sariel no se oculta más, y sus seguidores están ganando terreno entre los humanos. El miedo siempre ha sido su mejor arma.
Isabella lo escuchaba con atención, aunque su mirada se desvió brevemente hacia Elías, quien, desde una esquina, se esforzaba por controlar las voces que aún lo asediaban. Había mejorado desde aquella noche, pero cada mensaje que recibía lo desgastaba.
—¿Estás segura de que esto funcionará? —le preguntó Isabella a Azrael—. ¿Que reunir a los que aún no han caído bastará?
—No —respondió él con calma—. Pero es el primer paso. No peleamos por ganar una guerra, Isabella. Peleamos para que no se pierda todo.
Mientras hablaban, Clara entró con urgencia. Su rostro, por lo general sereno, ahora mostraba una alarma silenciosa.
—Sariel está en el pueblo —dijo—. No físicamente… pero sus seguidores comenzaron a hacer "rituales de bendición". La gente cree que los están sanando, pero en realidad los están marcando.
—¿Marcando? —preguntó Elías, acercándose con el ceño fruncido.
—Sí. Les sellan la voluntad con símbolos que no pueden ver, pero que se sienten. Yo estuve cerca de uno de los rituales, y casi caigo en trance. Es como si algo intentara arrancarte la esperanza.
Azrael caminó hacia una de las ventanas, desde donde se divisaban las primeras luces del pueblo.
—Entonces ya no hay tiempo.
El plan era claro: debían intervenir antes de que el control de Sariel se extendiera. Pero no con violencia. Eso era lo que él buscaba. Azrael sabía que el poder del cielo no radicaba en la destrucción, sino en la verdad.
Esa misma noche, Isabella, Elías, Clara y otros miembros del grupo se infiltraron discretamente en la plaza central, donde uno de los “rituales” estaba por comenzar. Una figura de túnica blanca hablaba con voz pausada, casi hipnótica. Las personas lo rodeaban con devoción. Algunos lloraban. Otros reían como si hubieran sido liberados de un peso invisible.
—No lo mires a los ojos —susurró Clara a Isabella—. Ahí es donde te atrapa.
Pero Isabella no desvió la mirada. Quería ver, quería entender.
Fue entonces cuando lo sintió.
Un cosquilleo detrás de su cuello. Una presión suave en el pecho. Y luego, un susurro:
"Él no te ama realmente. Solo te necesita. Siempre fue así."
Isabella cerró los ojos, apretó el colgante de Clara contra su piel, y se enfocó en lo único que podía traerla de regreso: la voz de Azrael.
"Confía en ti, no en lo que el miedo susurra."
Respiró hondo. Al abrir los ojos, vio con claridad. El líder del ritual no era humano. Tenía ojos dorados como los de Azrael, pero sin luz. Su rostro cambiaba sutilmente, como si no pudiera mantener su forma. Sariel no se ocultaba. Estaba probando cuán cerca podía estar sin ser rechazado.
Isabella dio un paso al frente.
—¡Esto no es fe! —gritó—. ¡Es manipulación disfrazada de salvación!
La multitud se volteó, confusa. El líder se acercó a ella, y por un instante, el mundo pareció detenerse.
—Tú no entiendes nada —dijo Sariel, ahora con su verdadera voz, profunda, seductora, llena de vacío—. Lo que tú llamas fe… yo lo llamo debilidad.
Isabella sostuvo su mirada.
—Y yo lo llamo amor. El verdadero. El que no se exige, se entrega.
Azrael apareció detrás de ella, su aura iluminando la plaza como un relámpago contenido. Sariel retrocedió, no por miedo, sino porque sabía que aún no era el momento de enfrentarlo.
—Nos veremos pronto —dijo, y con un parpadeo, desapareció junto a sus seguidores.
El silencio que quedó fue denso, pero también revelador. La gente miraba a Isabella y a Azrael con una mezcla de miedo y admiración. Algo había comenzado a cambiar.
Esa noche, ya en el refugio, Elías habló por primera vez con verdadera convicción.
—Ya no dudo —dijo—. Estoy con ustedes.
Azrael le ofreció una sonrisa breve, y luego miró a Isabella, que temblaba apenas, pero sostenía su firmeza.
—Acabas de ganar más que una batalla, Isabella —le dijo en voz baja—. Acabas de encender una llama.
Y ambos sabían que las sombras ya no avanzarían tan fácilmente.