El pueblo despertó distinto al día siguiente.
No era el clima, ni el sol oculto entre nubes grises, ni el silencio inusual que se extendía por las calles. Era algo más profundo, como si un velo invisible se hubiera rasgado en la noche anterior. Ahora, las personas se miraban unas a otras con sospecha, con miedo. Había quienes hablaban en voz baja de lo que vieron en la plaza, de un hombre que brilló como el mismo cielo… y de otro que desapareció como una sombra.
Isabella, desde la ventana del refugio, observaba los primeros signos de lo inevitable.
—¿Lo sientes? —preguntó Azrael, que apareció detrás de ella—. El desequilibrio.
—Sí —dijo ella sin apartar la mirada—. Y también siento… culpa.
Azrael frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Porque les abrimos los ojos. Y ahora tienen que elegir. Ya no pueden vivir en ignorancia. Eso los destruye por dentro.
Él suspiró con suavidad.
—La verdad nunca ha sido un regalo fácil de recibir, Isabella. Pero la ignorancia tampoco es salvación.
Más tarde, en la iglesia, el grupo discutía las consecuencias. Clara había escuchado rumores de que varias familias estaban organizándose para seguir las enseñanzas del “Hombre de Luz”, como algunos llamaban a Sariel. Lo veían como un redentor, un profeta. Decían que quienes habían participado en sus rituales ahora tenían sueños más tranquilos, menos miedo, más certezas.
—Eso es lo peligroso —añadió Elías—. No entienden que su paz está sostenida por la manipulación.
—Para ellos es real —dijo Clara—. Y eso la hace más fuerte.
—Entonces tenemos que mostrarles la diferencia entre luz y deslumbramiento —dijo Isabella con firmeza.
No tardó en llegar el primer acto de hostilidad. Una mujer del pueblo, María, irrumpió en la iglesia junto a otros dos vecinos. Estaban agitados, sus ojos inyectados en fanatismo.
—¡No pueden estar aquí! ¡Son herejes! ¡Impiden que llegue la verdadera salvación! —gritó, señalando a Azrael.
Clara se levantó, dispuesta a intervenir, pero Azrael levantó una mano para detenerla. Caminó hacia los recién llegados, su porte sereno, inquebrantable.
—No vinimos a obligarlos a creer —dijo—. Pero tampoco nos iremos. No tememos a la oscuridad… porque conocemos la luz.
—¡Tú no eres luz! —espetó uno de los hombres—. ¡Eres una distracción! ¡Sariel nos ha dado dirección, propósito!
—¿Y a qué precio? —preguntó Isabella, uniéndose a él—. ¿A cambio de entregar tu voluntad? ¿Tu alma?
El enfrentamiento no pasó a más, pero dejó una advertencia. La grieta estaba abierta, y comenzaba a ensancharse. Azrael sabía que la batalla no sería solo espiritual, sino emocional y social. La comunidad empezaba a dividirse.
Esa noche, mientras todos dormían, Elías sintió una punzada en el pecho. No un dolor físico, sino un mensaje, uno de esos que no se podían ignorar. Caminó hasta el exterior, donde el viento soplaba fuerte entre los árboles. Allí, en la oscuridad, sintió una presencia.
—¿Eres tú? —preguntó al vacío.
Una voz suave, femenina, respondió:
—No todo lo que brilla es lo que crees. Y no todo lo que sientes es tuyo.
Elías no entendía del todo, pero lo supo: alguien más, desde otro plano, intentaba advertirle. Tal vez no estaba solo en sus dones. Tal vez había otros… y no todos eran aliados.
Al amanecer, el grupo se reunió nuevamente. Ya no se trataba solo de proteger al pueblo. Ahora tenían que defender la verdad, incluso si eso significaba enfrentarse a los mismos que alguna vez intentaron salvar.
—Esto ya no es una prueba —dijo Azrael mirando al horizonte—. Es el principio de la elección.
Y todos lo entendieron: la guerra no se había declarado, pero ya estaba en marcha.