Las palabras de Isabella aún resonaban en la mente de Azrael mientras la noche cubría el pueblo con su manto estrellado. La conversación que habían tenido en la cima del monte había dejado al ángel con una mezcla de emociones que, por siglos, le fueron ajenas: incertidumbre, esperanza, miedo... y amor.
Desde que descendieron, algo en el ambiente había cambiado. No era solo entre ellos dos, era en todo el pueblo. La llegada de Sariel ya no era un rumor; ahora, su presencia era inminente. Las señales eran claras: el cielo se tornaba gris sin nubes, las aves evitaban volar por encima de la aldea y algunos habitantes comenzaban a tener sueños recurrentes, pesadillas con fuego y destrucción, con voces que susurraban nombres que no reconocían. Elías, por su parte, era el más afectado.
—Anoche lo vi de nuevo —dijo mientras se sentaban a compartir pan en la casa comunal—. Estaba de pie frente al río. No se movía, solo me miraba. No tenía alas, pero sabía que no era humano. Era él… Sariel.
Azrael bajó la mirada. No dudaba de las visiones de Elías. Su don, ese hilo sutil que lo conectaba con planos que los demás no podían ver, se fortalecía. El joven se estaba convirtiendo, sin darse cuenta, en una pieza clave para lo que estaba por venir.
—Debemos estar preparados —dijo Azrael con firmeza, su voz impregnada de autoridad celestial—. No todos en este lugar sabrán resistir lo que se avecina.
—¿Estás hablando de una guerra? —preguntó Isabella, sin apartar la vista de él.
—No exactamente. Al menos no una con espadas o fuego —respondió—. Pero sí una que dividirá corazones. Algunos de los tuyos me seguirán… otros lo seguirán a él.
El silencio se apoderó del lugar por unos segundos. Isabella sintió una punzada de dolor ante esas palabras. Era difícil imaginar que alguien pudiera seguir a un ángel que representaba la soberbia, la arrogancia, el castigo. Pero también sabía que el corazón humano era voluble, y la desesperación podía torcer la voluntad de muchos.
—¿Y tú qué harás, Azrael? ¿Pelearás contra tu hermano? —preguntó Elías con valentía, aunque sus ojos delataban su miedo.
Azrael lo miró con solemnidad. La respuesta no era sencilla.
—No he venido a combatir… pero si Sariel hiere a los inocentes, no dudaré en interponerme. Aunque eso signifique traicionar lo que una vez fui.
Los días pasaron y el ambiente en el pueblo se volvió más tenso. Azrael notaba miradas desconfiadas, murmullos a sus espaldas, rostros que ya no sonreían como antes. Algunos habían comenzado a cuestionar su presencia, sobre todo tras los extraños fenómenos naturales que se desataban con más frecuencia. Los seguidores de Sariel aún no se mostraban abiertamente, pero los susurros eran cada vez más audibles.
En la penumbra de una cabaña al extremo del pueblo, un grupo se reunía en secreto. Entre ellos, un hombre de mirada intensa y voz convincente hablaba del “nuevo orden” que se acercaba. Decía que Sariel traería justicia, que los ángeles como Azrael ya no eran necesarios. Isabella aún no sabía de la existencia de aquel grupo, pero pronto lo descubriría.
Esa noche, Azrael e Isabella se encontraron nuevamente en el monte, donde todo había comenzado. El viento era frío, y las estrellas parecían más distantes.
—Hay tanto que quiero decirte —confesó él, tocando suavemente su mejilla—. Pero temo que no haya tiempo suficiente.
—Entonces dilo ahora —respondió ella, más fuerte de lo que esperaba.
Azrael la miró a los ojos, y por un momento, su rostro pareció reflejar siglos de dolor y belleza acumulados.
—Si algo me ha enseñado esta vida entre ustedes es que el amor verdadero no es debilidad, es elección. Y yo te elijo, Isabella. Incluso si el cielo me reclama, incluso si el infierno me amenaza.
Ella cerró los ojos un instante, sintiendo que cada palabra se anclaba en su alma. Lo abrazó, fuerte, como si pudiera evitar que el tiempo los arrancara de ese instante. Pero ambos sabían que algo estaba por romperse. La calma era solo una tregua antes de la tormenta.
Desde lejos, una figura los observaba.
Sus ojos brillaban como el oro.
Sariel había llegado.