La debilidad del Arcángel (bilogía Arcángel - Libro I)

Capítulo 57: La sombra entre nosotros

El amanecer se alzó pálido sobre el pueblo. Un velo gris cubría el cielo, como si el sol hubiese perdido el deseo de calentar la tierra. Isabella despertó con una presión en el pecho, una sensación que no supo si era una pesadilla o una advertencia. Cuando salió de la cabaña, la encontró vacía. Azrael ya no estaba.

No tardó en encontrarlo. Estaba en el claro del bosque, de rodillas, con las alas desplegadas como si contuvieran todo el dolor del universo. El aire vibraba con una energía pesada, una que incluso la naturaleza parecía rechazar.

—Lo sentiste, ¿verdad? —preguntó Isabella, caminando hacia él.

Azrael no respondió de inmediato. Sus ojos estaban fijos en el suelo húmedo, como si las raíces hablaran.

—No solo lo sentí —susurró al fin—. Hablé con él.

Isabella se tensó.

—¿Sariel?

Azrael asintió. El encuentro había sido breve, pero suficiente para dejarle claro lo que su hermano planeaba. Sariel no venía solo: traía consigo a otros seres, expulsados del cielo, ángeles caídos con sus propias heridas, sus propios motivos.

—Quiere sembrar división, comenzando por dentro. Ya ha contactado con varios del pueblo. Les promete libertad, poder, justicia. Les habla al oído cuando duermen. Está sembrando la duda.

Isabella frunció el ceño. Pensó en los rostros que últimamente parecían más cerrados, en quienes murmuraban entre ellos cuando Azrael pasaba cerca. El enemigo no siempre venía con cuernos o fuego… a veces vestía la misma piel que uno.

—¿Y tú qué harás ahora? —preguntó ella.

Azrael se levantó con dificultad. Por primera vez, parecía agotado.

—No puedo detenerlo con fuerza. Lo que él plantea solo puede combatirse con verdad. Y para eso… necesito mostrarles quién soy realmente. Todo de mí.

Isabella entendió. Aquello que él había evitado por tanto tiempo, el secreto que solo algunos sabían: su naturaleza, su poder, su historia. Mostrar eso implicaba un riesgo, porque los humanos, incluso los más buenos, temían lo que no comprendían.

Esa misma tarde, Elías reunió a un grupo pequeño en el centro del pueblo. Con voz temblorosa pero firme, les habló de lo que había visto en sueños, de cómo Sariel lo había visitado, ofreciéndole poder y promesas vacías. Pero también les habló de Azrael, de la forma en que lo había visto defenderlos, sanar, cuidar, callar cuando podía gritar. No era perfecto, pero era leal.

—Azrael no busca gobernar, ni que lo adoremos —dijo—. Él elige quedarse. Y eso vale más que cualquier milagro.

Sus palabras causaron un efecto inesperado. Algunos se marcharon, molestos. Otros lloraron en silencio. La división había comenzado, pero también una semilla de esperanza se había plantado.

Esa noche, Azrael decidió revelarse. Reunió a los aldeanos en la plaza y, sin discursos adornados, mostró lo que era.

Sus alas blancas se desplegaron bajo la luz de la luna. Su piel brillaba tenuemente, su voz retumbaba con ecos que no eran de esta tierra. Habló del cielo, de la misión que le fue encomendada. Habló de Sariel, de lo que venía, de lo que deseaba evitar.

—No vine a ser su dios ni su salvador —dijo—. Vine a ver si aún había bondad en ustedes… y he encontrado más de lo que creí posible. Pero si eligen el miedo en lugar del amor, todo estará perdido.

Isabella lo miró desde la multitud. Sintió el orgullo crecer en su pecho, pero también el temor. Porque ahora que él se había mostrado, ya no había marcha atrás. Las verdaderas decisiones empezarían a tomarse desde ese instante.

Al final de la reunión, una mujer se acercó. Tenía la mirada dura.

—Lo que tú eres… no debería estar aquí.

—Y sin embargo, aquí estoy —respondió Azrael.

La mujer no dijo más. Se marchó, y varios la siguieron.

Isabella se acercó a Azrael, tomándole la mano.

—No importa quién se quede o se vaya —le dijo—. Yo estoy contigo. Hasta el final.

Y mientras las estrellas comenzaban a parpadear en un cielo más oscuro que nunca, ambos supieron que el final del primer ciclo se aproximaba. No con un estruendo… sino con la división silenciosa de las almas.




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