El pueblo no volvió a ser el mismo tras la revelación de Azrael. Las calles, antes llenas de voces y movimiento, ahora parecían cautelosas, susurros entre esquinas, miradas evitadas. Algunos lo saludaban con respeto; otros lo miraban con miedo o desdén. Lo que había sido admiración se tornó en sospecha. Lo desconocido pesaba más que los actos.
Isabella lo notaba en cada paso. A pesar de que seguía apoyando a Azrael públicamente, incluso ella fue víctima de esa desconfianza. Ya no era la joven del pueblo que todos querían. Ahora la llamaban "la elegida del ángel" o "la que duerme con el mensajero del fin".
Una tarde, al salir del mercado, se encontró con Elías. Él también parecía cargado por la tensión. Le tendió una pequeña bolsa con frutas.
—Para que no salgas tanto, están comenzando a hablar demasiado —le dijo en voz baja—. Algunos piensan que estás bajo un hechizo.
—¿Y tú? —preguntó Isabella, con una media sonrisa—. ¿Qué piensas tú?
—Yo sé lo que vi, Isa. Y aunque tenga miedo, prefiero creer en lo que viví contigo y con él, que dejarme cegar por el odio de los demás.
Ella le apretó la mano con gratitud. Aún quedaban aliados.
Azrael, por su parte, sentía el peso de cada decisión. Desde que se mostró como ángel, había perdido parte de la conexión con la gente. Ya no lo miraban como un guía silencioso, sino como un recordatorio de que algo más grande estaba por venir. Algo inminente.
Una noche, mientras entrenaba en el bosque, apareció Sophie.
—¿Sabías que en otra vida, este mismo bosque ardió por culpa de una elección mal tomada? —le dijo sin preámbulo.
Azrael no respondió. Solo la observó.
—Sariel no viene solo. Lo sabes, ¿verdad? Él tiene aliados… humanos que han decidido seguirlo —continuó—. Les promete algo que tú no puedes: poder sin restricciones, libertad sin consecuencias.
—¿Y tú, Sophie? ¿Ya decidiste a quién sigues?
Sophie esbozó una sonrisa triste.
—Yo ya perdí una vida por seguir lo incorrecto. Esta vez… solo quiero evitar que tú hagas lo mismo.
Azrael entendió que había más en sus palabras. Sophie aún era un vínculo con su pasado, pero también una advertencia viviente del precio de elegir mal.
Días después, ocurrió el primer ataque.
Uno de los graneros del pueblo ardió en llamas. No había señales de entrada forzada, pero varios aldeanos afirmaban haber visto sombras moverse entre los árboles. Entre los restos del fuego, alguien encontró un símbolo: una marca antigua, usada por los caídos para señalar sus territorios.
Azrael la reconoció de inmediato.
—Sariel ya está aquí —dijo, y su voz resonó con gravedad.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Isabella.
Azrael miró el cielo, aún estrellado pero opaco, como si la noche se negara a brillar con su antiguo esplendor.
—Vamos a resistir. Pero también debemos prepararnos para lo inevitable. No puedo protegerlos solo.
Fue entonces cuando tomó una decisión crucial.
Reunió al pueblo de nuevo, pero esta vez no para hablar, sino para enseñar. Abrió un círculo de entrenamiento, no con armas, sino con propósito. Les enseñó a protegerse, a percibir la energía, a identificar las voces que no eran suyas. Pocos se unieron al principio, pero cada día llegaban más, incluso algunos que antes lo rechazaban.
Elías fue el primero en levantarse y ayudarlo.
—Si la batalla será espiritual, entonces debemos despertar también ese lado —le dijo.
Juntos, comenzaron a transformar el miedo en preparación.
Mientras tanto, Sariel observaba desde lejos. Oculto, acompañado por figuras encapuchadas, sonrió con serenidad.
—Déjalo jugar a ser héroe —dijo—. Cuanto más cerca esté de ellos… más dolerá cuando lo traicionen.
Y en las sombras del bosque, una figura conocida se arrodilló frente a Sariel. Era uno de los aldeanos. Alguien que había compartido pan con Azrael. Que había sonreído a Isabella.
—Estoy listo para servirte —susurró.
La traición había comenzado.