El ambiente estaba cargado. No de tensión únicamente, sino de una vibración que parecía sacudir la esencia de cada ser en el pueblo. Era como si algo invisible caminara entre ellos, removiendo cimientos, susurrando dudas y empujando decisiones.
Azrael permanecía en vigilia constante. Había reducido sus horas de descanso al mínimo, no porque temiera por su seguridad, sino porque no podía darse el lujo de bajar la guardia. Cada movimiento, cada palabra, podía ser la clave para descubrir al traidor… o para evitar una tragedia.
—Hay algo más que deberías saber —le dijo Elías una tarde, en voz baja, al llevarle agua—. Encontré una especie de símbolo tallado detrás de la cabaña de la anciana Elara. No lo reconozco, pero no es de aquí. No es humano.
Azrael se giró al instante.
—Muéstramelo.
La marca era simple, pero poderosa. Un círculo con tres líneas cruzadas que se entrelazaban al centro, creando una forma que evocaba tanto equilibrio como destrucción.
—Esto es antiguo —dijo Azrael, pasándose la mano por la barba—. Un sello de poder usado por entidades caídas. No es un símbolo de invocación, sino de posesión.
Isabella, que había llegado tras ellos, palideció.
—¿Crees que alguien ya no es quien dice ser?
Azrael asintió con gravedad.
—Puede que no estemos lidiando solo con traidores... sino con cuerpos que ya no pertenecen a las almas que los habitaban.
—Entonces... ya no se trata solo de lealtad —murmuró Elías—, sino de identidad.
Los días siguientes estuvieron marcados por una vigilancia invisible. Azrael pidió a Sophie que, usando su sensibilidad espiritual, intentara detectar cualquier alteración en el alma de quienes parecieran comportarse diferente. Ella aceptó sin dudar, sabiendo que el peso de esa responsabilidad podía quebrarla… pero también salvar vidas.
Mientras tanto, Isabella se convirtió en una figura más fuerte entre los suyos. Ya no solo era la elegida del ángel, sino una líder en su propia esencia. Enseñaba, consolaba, organizaba. La gente acudía a ella por respuestas que ni siquiera Azrael podía dar, porque en su humanidad hallaban consuelo.
—¿Sabías que estás marcando a las personas sin darte cuenta? —le dijo Sophie una noche, mientras tejían ropa para los nuevos refugiados.
—¿Marcarlas? —preguntó Isabella, confundida.
—Sí. Con esperanza. Con fe. Tu sola presencia les recuerda que aún hay algo por lo que vale la pena quedarse.
Isabella se quedó callada, tocándose el pecho, como si buscara allí una señal invisible.
—A veces siento que esto es más grande que nosotros.
Sophie sonrió con tristeza.
—Lo es. Pero tú también lo eres.
Azrael convocó a una reunión en el templo improvisado, una estructura de piedra y madera donde la comunidad se refugiaba cuando el miedo apretaba.
—Quiero que entiendan algo —dijo, de pie ante ellos, su voz retumbando como un trueno contenido—. No les prometí que sería fácil. No les mentí al decirles que habría oscuridad. Pero lo que enfrentamos ahora... es más antiguo y más retorcido que cualquier demonio. Es la corrupción del alma, disfrazada de familiaridad.
La gente murmuró. Algunos bajaron la cabeza. Otros lo miraron con lágrimas.
—Por eso, a partir de ahora —continuó—, todos seremos probados. Pero no con armas ni con fuego. Con verdad. Con lealtad. Y con el amor que nos tengamos unos a otros. Porque Sariel podrá torcer mentes… pero nunca podrá torcer el vínculo entre los que creen.
Elías se adelantó, portando un cuenco de agua bendecida por Azrael mismo.
—Aquellos que lo deseen, podrán marcarse con esta agua —dijo él—. No como un escudo… sino como un símbolo de su voluntad de permanecer puros.
Uno a uno, los aldeanos fueron pasando. Algunos temblaban. Otros lloraban. Pero todos, al final, permitieron que Elías les mojara la frente con aquel líquido sagrado, sellando un pacto silencioso de fidelidad a la luz.
Esa noche, mientras las estrellas brillaban sobre un pueblo marcado por la fe, Azrael e Isabella permanecieron juntos, en silencio, observando la aldea desde la colina.
—¿Crees que es suficiente? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió él—. Pero es lo único que nunca podrán quitarnos: el deseo de resistir, aunque sepamos que podríamos perder.
—Entonces no perdemos —dijo Isabella, recostándose en su hombro—. Porque mientras tengamos eso… ellos nunca ganan del todo.
Azrael cerró los ojos. Y por primera vez en semanas… descansó.