Los días en el pueblo habían dejado de ser tranquilos. Una tensión imperceptible, como el zumbido de una tormenta eléctrica antes de estallar, flotaba en el ambiente. Los animales se agitaban sin razón aparente, los relojes se detenían a la misma hora cada noche —las 3:33— y algunos pobladores juraban haber visto figuras oscuras al borde del bosque, observándolos en silencio.
Azrael sentía cómo algo en el equilibrio de la Tierra empezaba a quebrarse. No era solo Sariel o la división entre los humanos. Era algo más grande. Algo que venía desde arriba… y desde abajo.
—¿Lo sientes? —le preguntó Elías una noche, mientras caminaban por el sendero que bordeaba el lago. La luna se reflejaba partida en dos en la superficie del agua—. Algo se está despertando.
Azrael asintió. —Sí. La última señal está cerca.
—¿Cuál será?
—No lo sé. Pero será imposible ignorarla cuando aparezca.
En otra parte, en lo más profundo del mundo espiritual, tronos celestiales se iluminaban con un brillo tenue. Uno de los siete sellos que protegían el velo entre mundos comenzó a agrietarse. Una voz antigua, poderosa y casi olvidada, habló:
—El equilibrio ha sido alterado. Que los emisarios tomen sus lugares.
En la Tierra, Isabella despertó de una pesadilla. Estaba empapada en sudor, con las manos temblando. Soñó con fuego cayendo del cielo, con ángeles llorando y demonios riendo. Y en medio de todo, Azrael, con las alas desplegadas y los ojos llenos de duda.
Se llevó las manos al rostro, temblorosa. Desde que se había enterado de lo que era Azrael, su mundo se había vuelto más grande… y más aterrador.
Ese día lo buscó con urgencia, y lo encontró en el claro donde solía meditar.
—Algo está por suceder —dijo ella sin preámbulos.
Azrael se volvió lentamente. —Lo sé.
—Tengo miedo.
—Yo también. Pero no podemos retroceder ahora.
Él extendió la mano hacia ella. Isabella se la tomó sin dudar. Sus dedos entrelazados eran un pequeño acto de fe en medio de un caos creciente.
Esa misma noche, Sophie caminaba sola por las calles del pueblo. Desde su reencuentro con Azrael había estado más reservada, más callada. Ella también lo sentía: algo se estaba abriendo paso. Y su alma, tan vieja como la de Azrael, temblaba al reconocer la vibración que se acercaba.
Pasó frente a la iglesia, y por un segundo creyó ver a una figura encapuchada de pie frente al altar. Parpadeó, y desapareció. Pero una palabra quedó grabada en su mente, como un susurro que no era suyo:
“Juicio.”
Sariel también lo sintió.
Alzó el rostro al cielo, con una sonrisa torcida.
—Ya casi es hora.
Detrás de él, figuras encapuchadas, no humanas, se movían entre las sombras. No estaban del todo en este mundo… aún.
Azrael no podía dormir. Esa noche, en su meditación, sintió que algo rasgaba el velo. Un cambio en el orden. Y por primera vez desde su llegada, su fe tembló.
¿Y si no era suficiente? ¿Y si el amor que había aprendido a sentir por Isabella no bastaba para salvar a la humanidad?
—No estás solo —susurró una voz suave.
Isabella se acercó en silencio, abrazándolo por la espalda. Él cerró los ojos.
A lo lejos, un trueno resonó sin que hubiera nubes en el cielo. El mundo se preparaba. El tablero estaba casi listo. La última señal estaba a punto de revelarse.