El cielo retumbó con una furia que parecía provenir de lo más profundo del universo. Las nubes se desgarraban entre relámpagos de un blanco cegador, y el viento rugía con un lamento que hablaba de antiguos dolores, de conflictos que nacieron mucho antes de que los humanos poblaran la Tierra.
Azrael estaba de pie en el centro del claro donde todo había comenzado. Su túnica, ahora manchada de tierra y sangre, se agitaba con violencia. Isabella, a unos pasos detrás, lo miraba con el corazón latiendo al borde del colapso. Algo estaba por romperse. Algo que ni siquiera el amor parecía poder contener.
Del cielo descendió Sariel, envuelto en un resplandor tan oscuro que parecía absorber la luz a su alrededor. No venía solo. Figuras aladas, con rostros cubiertos por máscaras doradas, flotaban a su espalda. Observadores. Jueces. El tribunal celestial.
—Has fallado en tu misión, Azrael —dijo Sariel, su voz era como hielo rompiéndose—. Te contaminaste con lo humano. Has dudado del propósito divino.
Azrael alzó la mirada, sin miedo. Pero sus ojos estaban cansados. Demasiado.
—He comprendido lo que los cielos no quieren aceptar. La humanidad no es un error. El amor… no es una debilidad.
Un murmullo se esparció entre los observadores celestiales. Isabella contuvo el aliento.
Sariel dio un paso hacia él.
—¿Amor? ¿Te atreves a hablar de amor cuando pusiste en peligro el equilibrio? Cuando desobedeciste órdenes directas de observar y juzgar, no de intervenir.
—Vi bondad donde tú solo buscabas castigo. Vi redención en los actos más pequeños —Azrael levantó una mano, como si aún pudiera razonar con él—. La humanidad merece otra oportunidad, y tú lo sabes.
—Yo no dudo. ¡Yo ejecuto! —gritó Sariel, y en ese instante desenvainó su espada de fuego.
El mundo pareció detenerse.
Isabella corrió hacia Azrael.
—¡No lo hagas! ¡Él solo quiso entendernos!
Pero Sariel no titubeó. Con un movimiento veloz, lanzó un corte dirigido al pecho de Azrael. El arcángel logró detenerlo a medias con su propia espada, pero el impacto fue brutal. Ambos cayeron hacia atrás con la explosión de energía.
El suelo tembló. Árboles cercanos fueron derribados. Una onda expansiva se llevó consigo el calor del lugar. Isabella gritó su nombre.
Azrael se incorporó con dificultad, jadeando. Su ala izquierda estaba desgarrada, la sangre celestial caía en gotas espesas, iluminadas con un resplandor plateado.
—Esto… no ha terminado —susurró, mirando a Isabella.
—¡No te vayas! —ella corrió hacia él, lágrimas desbordándose de sus ojos—. ¡No me dejes!
Él tomó su rostro entre las manos, con una ternura infinita.
—Eres mi debilidad… y mi fuerza. Si sobrevivo a esto, te encontraré. Lo prometo.
Una luz envolvió su cuerpo. No fue un rayo ni un destello. Fue como si el mismo universo decidiera ocultarlo por un momento. Isabella intentó aferrarse a él, pero sus dedos atravesaron el resplandor. Y entonces… Azrael desapareció.
Sariel cayó de rodillas. No por remordimiento. Sino por lo que había sentido al clavar su espada.
—No lo maté… —susurró—. Él eligió irse.
Los observadores celestiales se retiraron en silencio, como si hubieran presenciado algo más grande de lo que sus juicios podían comprender.
Isabella quedó sola en medio del claro, con los labios apretados y el corazón desgarrado. El viento cesó. El cielo se despejó. Pero la tormenta verdadera apenas comenzaba.
Desde la distancia, una voz que no era terrenal susurró en su mente:
"La guerra ha comenzado. Y tú, hija de los hombres, tienes un papel más importante del que imaginas."