El pueblo había quedado en una quietud pesada. Las calles, que antes resonaban con voces esperanzadas, ahora eran un reflejo de incertidumbre. Isabella caminaba lentamente por el sendero que conducía al lugar del enfrentamiento, donde el cielo se había rasgado y las fuerzas invisibles habían colisionado con una violencia nunca antes vista.
El aire aún tenía un dejo de electricidad, como si el tiempo se hubiese congelado en el instante exacto de la desaparición de Azrael. No había cuerpo. No había señales claras. Solo un vacío. Uno que dolía más que cualquier herida física.
—Volverá… —susurró Elías, acercándose a Isabella. Su mirada estaba fija en el cielo, pero su fe era inquebrantable—. Esto no termina aquí.
Isabella apretó entre sus dedos la pluma blanca que Azrael le había dejado. No sabía cómo, pero algo dentro de ella le gritaba que ese no era el final. Aún quedaban secretos por revelar, batallas por librar... amores por redescubrir.
Muy lejos de allí, en un plano suspendido entre lo celestial y lo terrenal, Azrael yacía inconsciente. Su cuerpo herido flotaba en la bruma de una dimensión desconocida. Voces antiguas lo llamaban, una fuerza más allá del bien y del mal lo reclamaba. Su tiempo no había terminado… pero el precio de regresar sería más alto de lo que jamás imaginó.
Y mientras las sombras se reagrupaban, y las señales en el cielo comenzaban a alinearse nuevamente, una profecía olvidada comenzaba a despertar…
La guerra entre la luz y la oscuridad apenas comenzaba.
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