La tarde se deshacía sobre el estadio como una naranja exprimida, lenta y pegajosa. A Álvaro le gustaba llegar temprano, antes de que los otros entrenadores ocupasen las gradas con sus voces de trueno y sus cronómetros relucientes. En esos minutos previos, cuando el viento aún no traía el olor a magnesio y sudor, el mundo parecía obedecerle. Bastaba con mirar la pista para imaginar la secuencia perfecta: impulso, zancada, vuelo; la geometría de un salto bien hecho, el ángulo exacto que convertía el cuerpo en flecha.
Pero desde hacía un año, nada encajaba. La pista, antes su refugio, ahora era un altar profanado. Y cada vez que las suelas golpeaban el tartán, escuchaba otro golpe, el último que dio el cuello de Valentina contra el suelo aquel día maldito.
Valentina. Ocho años, coletas tensas, ojos que nunca pedían permiso. “Otra vez, profe, yo puedo”, decía, y lo decía con la inocencia de quien confiaba más en el cielo que en el piso. Había sido una exhibición previa a los Juegos Juveniles. Nada grande, sólo una vitrina para futuros prodigios. “Nada que no haya hecho mil veces”, les repetía Álvaro a los jueces, a los padres, a sí mismo. Y, sin embargo, la vida cabalga sobre la excepción.
La botella de whisky vibró en el banco de madera cuando él la dejó caer junto a su bolso. No era la primera del día, pero sí la que iba a cerrarlo. Desde que el comité lo suspendió —“investigación en curso”, “protocolo de seguridad”, “responsabilidades compartidas”— nada más había sido estable. Él prometió no volver a beber. Rompió la promesa con la misma facilidad con la que se rompen los silencios incómodos. Ahora, el traguito de fuego no era un lujo: era la cuerda con la que se sostenía del abismo. Algunos días la cuerda ardía más que el abismo.
Se acomodó en la gradería con las piernas abiertas, como si así pudiera abarcar el vacío frente a él. Del otro lado, un grupo de niños practicaba carreras cortas. Las risas se enredaban en el viento. Alguien falló una salida y todos celebraron igual. La inocencia nunca entendió de marcas.
—No mires —se dijo, en voz alta, sin notar que había hablado—. No mires.
De su bolsillo sacó el silbato de metal que no debía tocar. Lo giró entre los dedos como una moneda del revés, con ese gesto supersticioso de quien quiere convocar otro final. El silbato aún tenía, en la ranura, un residuo de cinta morada. Valentina había querido atarlo ahí “para que no se te pierda, profe”. Él no lo quitó nunca. No podía. No sabía si por lealtad o castigo.
Un trueno seco, a lo lejos. No era lluvia: era memoria. La memoria es un meteorólogo impuntual.
El día del accidente hacía calor, y la lona azul del foso del salto parecía una piscina sin agua. Él le había dicho a Valentina que no hiciera la variante con giro. “Sólo el salto clásico”, le ordenó. Ella imitó el gesto con una mueca, esa forma suya de sonreír sin querer: “Profe, lo tengo!”. El público había aplaudido cuando apareció la niña, pequeña y luminosa, sus zapatillas blancas como dos comillas sobre la pista. Álvaro recordó haber contado en silencio: uno, dos, tres… Impulso. Zancada. Vuelo. Y el mundo, de pronto, fue una película rota: el pie izquierdo dudó, la cadera se quedó atrás, el aire no la sostuvo. Hubo un ángulo maldito que nadie quiso ver, un golpe, un silencio. La cabeza cayó con el mismo ruido con el que cae un vaso que nadie alcanza a salvar.
Un hombre corría. Alguien gritaba su nombre. Luego sirenas. Luego nada.
Desde entonces, la casa de Álvaro quedó habitada por sillas vacías que crujían sin que nadie se sentara. Quitó los espejos. Cambió los platos por tazas desiguales. Aprendió a dormir con la televisión encendida, con el volumen en el número exacto que no molestaba a los vecinos y sí callaba la culpa. A veces, cuando el sueño le ganaba, el zumbido de la pantalla se convertía en un murmullo infantil al borde de su cama: “Profe, ¿lo intento otra vez?”. Se despertaba con la lengua seca y la sensación de haber aceptado.
Volvió a beber para no volver a soñar. Descubrió, tarde, que el alcohol destiñe, sí, pero nunca borra.
—A la línea —gritó el entrenador de los niños desde abajo.
El estadio volvió en sí. Uno de los chiquillos miró la barra de salto con ese pánico que tiene la madera cuando pregunta si puede ser nube. Álvaro entendió esa mirada como si se la hubiera visto a sí mismo. Se llevó la botella a la boca y mordió el borde, no para beber, sino para sentir que algo cortaba. El metal del silbato le pesaba en la otra mano.
“Renuncia”, le había dicho Luciana, su exesposa, en la última conversación que sostuvieron sin gritos. “Renuncia, busca terapia, deja de perseguirte. No eres Dios. No eres demonio. Eres un hombre que tomó una mala decisión en el peor segundo.” Él quiso creerle. Pero hay frases que llegan tarde a los incendios.
Cuando se marcharon los niños, y el sol se inclinó detrás de las torres grises del polideportivo, el estadio se volvió por fin ese santuario donde sólo quedaban fantasmas decentes: ecos, nubes, pájaros que cruzan sin permiso. Álvaro bajó las escaleras con el paso torpe de quien no quiere pensar. Caminó hasta el foso y tocó la lona. Apretó con el puño. Sintió la elasticidad terca de la vida y la mueca irónica del destino.
—Lo hice todo bien —susurró—. Lo hicimos todo bien.
El viento le devolvió una risa chiquita que no venía de ninguna parte. Una risa sin dientes.
Apretó los ojos. Abrió los ojos. Nada. Sólo el acta del día plegándose en sombras. Se llevó la botella una vez más a la boca. Esta vez sí bebió. El ardor le dibujó una columna de fuego por la garganta hasta el estómago. Se sentó al borde del foso, con las piernas colgando. A su lado dejó el silbato, alineado con la pista, como si fuera una brújula que ya no apuntaba al norte.
Recordó la reunión con los padres, el olor a café recalentado y a papel húmedo. La madre de Valentina no lloró. Le temblaban las manos pero no lloró. Lo miró como si buscara un hilo suelto en su pecho para tirar de él y deshacerlo. “Usted me dijo que estaba lista”, dijo al final. Fue peor que cualquier insulto. Álvaro quiso hablar. No pudo. ¿Qué palabra repara un adjetivo como “lista” cuando a quien describes ya no está?
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Editado: 07.10.2025