Despertó con la boca metálica y la lengua seca, pero no en el banco del estadio, sino en su propia cama. Álvaro tardó unos segundos en ubicar el techo, los bordes de la lámpara, la persiana que cortaba la luz en tiras. El olor no era el de su cuarto: a cloro, a tierra húmeda, como si hubiese dormido al borde de una piscina vacía. Abrió la mano sin saber que la tenía cerrada; el silbato estaba ahí, pegajoso, con la cinta morada atascada en la ranura.
Le dolía la nuca. Cuando la rozó, sintió un bulto reciente. Fragmentos de la noche anterior se le encendieron como fósforos aislados: la lona azul, la botella rompiéndose, la figura pequeña escribiéndose en el aire y diciendo lo indecible. Después, nada. Un corte. Un traslado imposible hasta su colchón.
Se incorporó despacio. El piso estaba helado. Cruzó el pasillo con pasos tiesos hacia el baño. Abrió el grifo. El agua salió amarillenta al principio, con un sonido de tubería vieja. Se echó un par de palmadas del líquido a la cara. El espejo, inexplicablemente, estaba empañado. Pasó la mano y dejó una clara: debajo había marcas de dedos pequeños dibujando líneas cortas, paralelas, como marcas de salida en una pista de juguete.
Se quedó quieto, conteniendo el aire. En el departamento, el silencio parecía tener peso. Desde la cocina, muy nítido, le llegó el tic-tac del reloj. Acompañándolo, un sonido más blando: pasos diminutos, un tac-tac contenido que cruzaba el pasillo y se perdía. Álvaro dijo “¿Hola?”, pero su voz no encontró a nadie.
Salió del baño. En el pasamanos de las dos gradas absurdas que separaban la sala del pasillo había colgada una cinta morada, lisa, recién anudada. No estaba allí la noche anterior. La tocó; estaba fría. Sin pensar por qué, se la amarró a la muñeca.
Las fotos del estante de la sala estaban torcidas, como si alguien hubiera pasado con prisa rozándolas con el hombro. Enderezó una, luego otra. La de aquel equipo infantil —otro año, otras caras— estaba boca abajo. La levantó. Mientras la ponía de pie, el teléfono fijo parpadeó. No sonó. Solo la luz roja, encendiéndose y apagándose con una calma irritante. Descolgó. Al principio, silencio. Luego, muy lejos, un murmullo de agua corriendo. Después, un susurro que se sentía más que se oía:
—Profe…
Álvaro apartó el auricular como si se le hubiera calentado en la mano. Colgó. El reloj de la cocina cambió de golpe a 03:03. La luz de la ventana aseguraba otra hora. Le dio dos golpes con los nudillos al armazón del reloj; la pantalla titiló y regresó a la hora correcta como si nada.
En la cocina, el suelo tenía huellas húmedas, pequeñas, que venían de la puerta que daba al patio. Se perdían bajo la mesa. Se agachó a mirar. No había nadie. Solo encontró una gomita de cabello, muy fina, morada. La guardó en el bolsillo, avergonzado de la necesidad infantil de conservarla.
Los golpes llegaron desde el baño del pasillo: tres, espaciados, como de nudillos tocando vidrio. Fue. Abrió. Dentro, el aire era frío, con olor a metal. La mampara de la ducha, limpia, se empañó de pronto mientras él la miraba, como si alguien respirara del otro lado. El espejo sudó también. Esta vez, sobre el vaho se dibujaron cinco marcas: cuatro líneas y una cruzándolas. Conteo de intentos.
—No es real —dijo, y necesitó escucharse para creerlo.
Abrió el agua. Un chorro helado golpeó la losa. El ruido llenó el baño. En medio del estruendo, sin confundirse con él, la frase llegó cerca, clara, limpia:
—No me dejes saltar.
Cerró la llave. Las tuberías siguieron vibrando un instante, como un latido.
En el dormitorio, la ventana estaba abierta y la cortina entraba y salía con un respiro artificial. Sobre la mesa de noche, la libreta de entrenamientos, abierta en una hoja en blanco. Encima, un bolígrafo. Había una frase escrita con su propia letra, apretada, casi tallada: “No la dejes saltar otra vez.” No recordaba haberla escrito. Cerró la libreta con un golpe y el bolígrafo rodó bajo la cama. Se agachó para sacarlo. Allí, contra el zócalo, había una zapatilla infantil, blanca, con la suela sucia. Una sola. La tomó. El cuero helado le subió por los dedos hasta el antebrazo. No pertenecía a nadie que él conociera; no podía pertenecerle a quien pertenecía, y sin embargo estaba allí.
El teléfono sonó esta vez. Un timbrazo áspero, largo. Álvaro volvió a la sala y atendió, la cinta morada pegándosele a la piel.
—¿Valentina? —preguntó, sin saber si debía.
Silencio. Luego, dentro del auricular y al mismo tiempo dentro de su cráneo, sonó un silbido agudo: el timbre exacto de su silbato. El mismo tono, la misma duración.
—No la dejes saltar —dijo la voz pequeña. Y cortó.
El LED rojo se apagó. La televisión se encendió sola, el volumen al máximo. La pantalla primero mostró estática, luego una imagen granulada: una pista desde arriba, una barra, el rectángulo del foso. Un zoom leve, tembloroso. Álvaro se vio a sí mismo más joven, caminando de un lado a otro.
—¡A la línea! —se vio gritar—. ¡A la línea! ¡Ahora!
Una niña entró en cuadro: figura pequeña, zancadas cortas. Se detuvo antes del impulso y miró hacia la cámara; no se le vio la cara, solo el brillo. Él —el de la pantalla— elevó el brazo señalando la barra. La palabra “¡Salta!” se leyó en su boca aunque el audio, por un instante, se quebró. El salto fue un corte de película: del vuelo pasó al suelo. La cámara no mostró el golpe. Mostró su rostro: los ojos abiertos en una forma que él no recordaba haber tenido.
La secuencia se repitió sola. Otra vez las zancadas. Otra vez el brazo. Otra vez “¡Salta!”. Otra vez el corte. Otra vez su cara. Buscó el control remoto. Apretó apagado. Nada. Apretó todos los botones. Nada. Fue al enchufe y lo desconectó. La imagen se sostuvo como si respirara por su cuenta, y solo entonces, con lentitud llena de intención, se apagó.
El silbato vibró en su palma como un teléfono en silencio. Lo dejó caer sobre la mesa; sonó un clic seco. En ese mismo instante, el tic-tac del reloj de la cocina se detuvo. La casa se quedó sin latidos.
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Editado: 07.10.2025