La dejé morir aquella noche

Capítulo 3

Marcos cerró el portón del polideportivo con el pie, apoyando el hombro contra el metal. Había esperado a que todos se fueran, como hacía a veces, para “escuchar cómo respiran las gradas”, decía. Tenía ese modo de bromear con lo que a otros les daba miedo. Encendió solo un par de focos: un corredor de luz pálida que recortaba la pista y dejaba en sombras las esquinas.

Se pasó la toalla por la nuca. La noche estaba húmeda. Desde el techo alto llegaba el goteo insistente de una gotera. El foso del salto, con su lona azul, parecía un ojo medio cerrado. Marcos caminó hacia la barra, que había dejado baja, casi a la altura de la cadera.

—Álvaro y sus fantasmas —murmuró, como si hablara con el eco—. No es bueno tentar a los muertos.

Lo dijo con media sonrisa, la misma de la última tarde en que se cruzaron. Entonces oyó un silbido corto. Un sonido limpio, exacto, que no venía de su bolsillo ni de su mano. Un silbido que él conocía: el de Álvaro. Levantó la cabeza, confundido.

—¿Hola? —preguntó, instintivo—. ¿Hay alguien?

Silencio. El goteo. Y un detalle que no había estado ahí: una cinta morada atada a la barra, como un lazo de regalo en una caja equivocada. La tocó. Fría. La luz parpadeó. Del foso llegó un ruido de tela que se tensa.

Marcos dio un paso atrás. El aire se enfrió de golpe, una ráfaga que le cortó la respiración. El silbato sonó otra vez, más cerca, sin que hubiera manos, sin que hubiera boca. La cinta vibró como si la hubieran tocado. El foco más cercano chisporroteó y se apagó; el corredor de luz se quebró. El foso parecía más hondo.

—Basta —dijo, esta vez sin broma.

Puso la mano en la barra para bajarla del soporte, pero no obedeció. No pesaba más; simplemente no quiso moverse, como si un niño invisible la sostuviera por el otro lado. Marcos tensó el brazo. La barra cedió un centímetro. El foso respiró. En el borde azul apareció una huella pequeña, mojada. Luego otra. Y otra. Una fila corta, imprimiéndose sola.

El corazón de Marcos empezó a tañerle en las costillas. Tenía el impulso claro: salir, dejarlo todo así, regresar mañana con gente. Dio un paso hacia la puerta. La cinta morada le rozó los nudillos, como si alguien le tomara la mano para guiarlo de vuelta “a la línea”. El silbato cortó el aire, una orden.

—No —dijo, y sonó distinto: un no que pedía.

La barra vibró. El foso, de pronto, tuvo el tamaño de una boca. Marcos quiso correr. No lo consiguió. Fue un tropiezo mínimo, una torcedura de nada, un desacomodo del mundo. El suelo adelantó un palmo y él llegó tarde. Sintió la fuerza exacta de un tirón en la cintura, un equilibrio robado. El eco en las gradas se apretó como si alguien cerrara un puño.

El golpe no se oyó. La luz tembló. La cinta morada se quedó quieta, colgando. Luego, el silencio.

A la mañana siguiente, el teléfono de Álvaro vibró con una insistencia que no había mostrado nunca. Mensajes superpuestos, llamados perdidos, un link con una foto del polideportivo cercado. El nombre de Marcos resaltó entre los textos con la violencia de una palabra indebida.

“Murió”, leyó. Dos letras más abajo: “Fue ahí, en el salto”.

Se sentó en el borde de la cama sin darse cuenta. La cinta morada le apretaba la muñeca como si también leyera y apretara. Intentó llamar a alguien —a nadie— y no supo qué decir. La pantalla de su reloj cambió sola a 03:03 antes de corregirse. La electricidad en su casa corrió un escalofrío breve: una lámpara vaciló, el refrigerador hizo un zumbido más largo, la televisión quiso encenderse y no pudo.

Salió sin desayunar. No tenía permiso para acercarse, no tenía derecho a estar allí, pero caminó hasta el polideportivo como si llevara un papel oficial en el bolsillo. La cinta amarilla dejaba a la gente afuera, pegada a la reja. Voces bajas, teléfonos altos, una señora con la mano en la boca diciendo “siempre pasa donde no debe”. Álvaro no cruzó la cinta. Miró desde la vereda opuesta. Vio los conos fluorescentes, a un técnico agachado marcando el suelo con tiza, a otro sacando fotos, a dos policías hablando con una mujer que lloraba sin ruido.

Tragó aire. En lo que alcanzaba a ver de la pista, la barra estaba en el suelo. Había un trazo más oscuro que iba del borde del foso a la marca de la línea de entrada, como si alguien hubiera arrastrado una sombra húmeda. A un costado, sobre la colchoneta, brillaba algo pequeño, de plástico: una gomita morada para el cabello.

—Accidente —dijo una voz a su lado, sin dirigirse a él—. O algo.

Álvaro giró. Nadie lo miraba directamente. Reconoció dos padres de su antiguo grupo, desviando la vista cuando él interceptó su conversación. “Se lo cobraron”, murmuró otro, y le ardió la cara; no sabía si por la injusticia o porque en el centro de su pecho algo asentía.

Sonó su teléfono. Un número sin nombre. Atendió.

—Fue como si alguien lo empujara —dijo una voz de mujer, y la reconoció a la segunda palabra: la esposa de Marcos—. No había nadie. Pero él lo dijo. Me lo dijo antes. Que había oído un silbato. Que alguien jugaba a darle órdenes.

Álvaro cerró los ojos. Se apretó el puente de la nariz. Vio por dentro, como una fotografía quemada, la cinta morada vibrando.

—Lo siento —dijo. Era inútil y verdadero.

Cortó. El zumbido del mundo no bajó.

Entró por la puerta trasera cuando la policía se fue y el conserje se distrajo con un grupo de curiosos. Las gradas, a esa hora, tenían luz oblicua, una piel de polvo fino suspendido en el aire. El olor a magnesio y a goma caliente estaba mezclado con otro, más opaco, que Álvaro no quiso nombrar.

Caminó hasta el borde del foso. La lona azul hundida le devolvió un frío anticipado en las piernas. Miró la barra en el suelo y las marcas blancas de cal. No había nada “raro” que un informe pudiera escribir sin rubor. A un costado, sobre la colchoneta, estaba la gomita morada. La tomó. Reconoció el material, la presión elástica, el pequeño olor a plástico barato. No era suya. No era de nadie que debiera estar ahí. La guardó en el bolsillo. Se odió por hacerlo, pero no pudo dejarla.




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