La dejé morir aquella noche

Capítulo 4

La noticia corrió más rápido que cualquier aclaración. En las paredes del edificio de Álvaro aparecieron letras torcidas escritas con marcador: ASESINO. En su puerta, alguien pegó con cinta una hoja de cuaderno: No la dejes saltar. A mediodía, una risa de niños cruzó el pasillo y se apagó frente a su felpudo; cuando abrió, no había nadie. Solo cinco huellas húmedas en semicírculo y una cinta morada atada al buzón, anudada con pulso pequeño.

Le preguntaron por mensajes si seguiría “jugando con silbatos”. Le dijeron que “la cuenta no perdona”. Nadie firmó. Nadie llamó por su nombre. En el supermercado, una mujer le dio la espalda como si protegiera a un hijo invisible. El mundo se había encogido a un pasillo negro por el que debía caminar cargando, con las dos manos, un silencio que chorreaba.

La noche lo recibió con su reloj peculiar. 03:03 en la pantalla del microondas, aunque aún no eran las tres de nada. La cifra duró unos segundos, lo justo para asegurarle que la casa ya no obedecía a relojes. El teléfono vibró sin número. Contestó.

—Ven a verme, profe —dijo la voz, cansada como después de entrenar.

—¿Dónde?

El susurro no dijo “estadio”, pero lo dijo todo. Un silbido corto, limpio, clausuró la llamada.

No se abrigó. No apagó las luces. Caminó con la llave en la mano como si llevara un arma inútil. En la calle, el aire olía a metal mojado. En cada esquina, juraría haber oído pasos pequeños a su espalda; al volverse, solo el viento arrugando bolsas y la sombra de una rama.

El polideportivo brillaba con una luz que no debía estar encendida. Era un brillo subterráneo, una claridad equivocada que se filtraba por rendijas y hacía respirar a las paredes. La puerta de servicio estaba cerrada con candado. Antes de tocarla, cedió sola: un desliz de hierro viejo que parecía obedecer una contraseña sin voz.

Dentro, el eco estaba despierto. Cada paso de Álvaro traía de vuelta dos, tres pasos más, como si le abrieran escolta. La mitad de los focos encendidos marcaba un corredor pálido hasta la pista. Todo lo demás era sombra, y dentro de la sombra latía algo. Magnesio, goma caliente y cloro: el olor de siempre, pero ordenado de otra manera, como si un niño hubiese rearmado el cuarto de juegos.

Llegó al borde del foso. La lona azul parecía calma y tensa. La barra estaba colocada a una altura absurda para cualquier madrugada: no demasiado alta, no infantil, como si la hubieran elegido contra alguien que aún no sabía que iba a saltar. En el suelo, junto a la línea blanca, una fila de huellas pequeñas iba y volvía como el ensayo de una salida.

Álvaro empezó a hablar sin plan, como se habla a quien ya decidió no escucharte.

—No quiero pelear —dijo—. No quiero olvidarte. Solo… para.

La respuesta vino desde el fondo del estadio. Un silbido que no pedía: ordenaba. Sonó seco; el aire se contrajo.

Ella salió de la sombra como quien atraviesa una cortina de agua. Ya no era un recorte de vaho, ni la sugerencia de una niña en contraluz. Era presencia: los zapatitos blancos con el borde sucio, las coletas tensas, la camiseta con el número torcido. Caminó sin apuro, rozando el tartán sin hundirlo. La cinta morada en su muñeca izquierda escribió un arco leve cuando se detuvo frente a él, a tres pasos, el mismo lugar de la primera noche.

No sonrió.

—Entrenamiento —dijo.

La palabra, en su boca, no era una actividad: era un juicio. Álvaro sintió que el estadio se le montaba en los hombros.

—Valentina —empezó, y la voz se le fracturó—. Me equivoqué. No estaba listo. No estabas lista. Pedí algo que no debía…

Ella alzó el silbato que colgaba de su cuello. No era el suyo; era el de él. El metal brilló con un brillo frío, como si acabara de salir de una boca que no respira.

—A la línea —dijo.

El cuerpo de Álvaro obedeció antes que su cabeza. Dio dos pasos. El tercero fue un tropezón mínimo que corrigió con la destreza aprendida de cientos de entradas. El olor a lona húmeda se acercó. El estadio contuvo el aire.

—No quiero seguir —intentó—. No quiero que sigas.

—Yo también tuve miedo —dijo ella, sin parpadear—. Tú dijiste que no parara.

Las luces se encendieron una tras otra, sin sonido, desde el fondo hacia las gradas. El estadio se llenó de blancos apagados. En las filas, sombras de niños sentados ocuparon los asientos. No tenían rasgos, pero tenían el tamaño de los que alguna vez esperaron una señal. Álvaro no pudo apartar la vista.

—No soy Dios —murmuró—. No soy demonio.

—Eres quien ordena —respondió ella, y le puso el silbato en la mano.

Era frío y pesa­do. La cinta morada se enredó por su muñeca como una hebra viva. Quiso soltarlo. Sus dedos no aprendieron. La niña se volvió hacia la barra sin girar del todo, como si su cuello no admitiera ciertos ángulos. Caminó hasta la línea. Puso los pies uno detrás del otro, probando el tartán como una cuerda floja. Miró a la nada donde estaría una cámara. Los hombros rectos. La cabeza baja.

—No —dijo él, y el no fue apenas un suspiro—. Por favor.

—A la línea —repitió ella, y dio tres zancadas cortas hacia atrás, clavando la suela en las marcas como alguien que ha memorizado cada centímetro.

El mundo apretó el botón de repetir. Álvaro se vio desde afuera, con años encima, con manos que sostienen una historia que no acepta otro final. La niña respiró dos veces. Alzó la vista. Era la misma altura maldita de la tarde del accidente; la misma. Él alzó el brazo, no supo cuándo. No supo cómo. Lo vio arriba, señalando.

—¡No! —escapó de su boca, pero el gesto ya estaba hecho.

Valentina arrancó. El sonido de sus zapatos sobre el tartán fue el más cruel que Álvaro haya oído jamás: un futuro diminuto yendo hacia su borde. Impulso. Zancada. Vuelo.

La imagen se quebró sin quebrarse: un blanco silencioso, como un relámpago que no ilumina. No hubo sonido de golpe: hubo un sonido vacío, un silencio con forma. En las gradas, las sombras de los niños aplaudieron sin manos. El eco, en cambio, trajo un ruido que Álvaro conocía con la violencia de un recuerdo atravesado: el chasquido seco de la vida deteniéndose en un ángulo incorrecto. No fue gráfico. Fue insoportable.




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