La desaparición de Helena Sharp.

Segundo día (mañana).

Me sentí como un superhéroe. Partiré de inmediato, nunca había dicho algo similar a ninguno. Pero bueno, siempre hay una primera vez para todo.

Frente a mí, en esa helada mañana, estaba la pequeña ciudad de Sierra Hueca. Llegué hasta ella en autobús. Recuerdo que la señora Sharp se ofreció a llevarme de forma personal, pero no lo quise. Viajar en autobús es relajante. Por lo general, nadie te habla, lo que ayuda a tener las ideas a flote. Algunas teorías se formaron en mi cabeza. Ninguna era buena. No quería creer que alguna clase de depredador se llevó a la niña… Y tampoco necesitaba creer que su cuerpo ya era solo eso: un cuerpo…

El autobús se detuvo en una pequeña estación no muy llamativa. En mi bolsillo llevaba una foto de la niña. La examiné una vez mientras me levantaba de mi asiento y sacaba mi maleta desde la parte alta. La niña estaba sonriendo junto a dos personas. La primera era Jennifer, y el segundo era el que debió ser su padre. Era un hombre de pelo castaño y ojos profundos. La pequeña Helena tenía más rasgos de su padre que de su madre; aun así, era linda para una niña. Lamentablemente, eso le jugaba en contra para mis suposiciones. Guardé la foto, y luego me dirigí a las pequeñas escaleras que daban hacia el pavimento del estacionamiento.

El aire de la ciudad era gélido. Las montañas alrededor se vestían con una capa de nieve y árboles, al igual que casi todo. Mi gabardina y mi bufanda apenas protegían contra el frío en esos momentos. Con todo lo que aquello significaba para la pobre Helena.

Caminé en dirección a una taquilla. La mujer que atendía era joven, de lentes y con una camisa roja y un gafete con su nombre. Ignore ambas. La verdad, solo necesitaba hacer una pregunta simple.

—Disculpe, ¿cómo llego hasta la comisaría?

—Eh… —No parecía saber qué decir. Debía estar acostumbrada a frases sencillas para interactuar con las personas que se subían a los transportes—. Si camina unas cuadras en dirección a la montaña, llegará a la zona céntrica. La comisaria no tiene perdida —dijo por medio del intercomunicador.

—Muchas gracias, señorita.

No esperé respuesta. Tenía trabajo que hacer.

Salí de la estación a paso raudo. Las calles eran lo normal en estas zonas. No había edificios altos, pero sí llamativos. Todos eran de una arquitectura europea, y bastante marcada a mi parecer. Las nubes por encima no se iban a marchar hasta el verano, y a lo lejos se podía ver un puerto junto a grandes barcos que servían como ferris para cruzar el mar hasta las islas aledañas. Más allá de aquello, las calles eran amplias, la mayoría poseía pequeños segmentos con flores y arbustos junto a grandes postes de luz para transitar a toda hora. Era una ciudad hermosa, pero anticuada. Si mal no recuerdo, y ahora soy uno de los pocos que la recuerda, era una ciudad turística. Más allá del mar, también había una serie de lagos y cuevas, museos, paseos en barco y muchas otras actividades que atraían a la gente durante todo el año. La verdad es que si tuviera familia, este hubiese sido un lugar ideal para pasar unas vacaciones, o quizás un buen fin de semana.

De cualquier manera, llegué hasta la zona central. Supongo que se asemejaba mucho a lo que imaginaba. El lugar estaba repleto de edificios y de escaparates limpios. Pude notar que varias marcas exclusivas y ostentosas tenían pequeñas sucursales. La ciudad empezó como un pequeño poblado minero, pero con el auge del turismo fue creciendo poco a poco. Y con el crecimiento siempre llega un buen comercio.

Pero el edificio que me interesaba era uno un tanto menos llamativo, de color verde y con dos columnas que sujetaban una estructura rectangular por encima. El cartel señalaba lo que necesitaba. La policía en una ciudad de menor tamaño suele tener problemas menores, por lo que esa comisaría era la única.

Con firmeza, como si fuese una estrella de Hollywood, abrí las puertas; o bueno, más bien, estas se abrieron para mí. Dentro, una serie de policías de trajes formales y armas de fuego en sus cinturas voltearon a verme. Es curioso cómo la gente, aun compartiendo en cierta medida una profesión, puede mirar con tan poca humildad a alguien.

Salvo por uno.

Cuando me disponía a preguntar por el trabajo, una mujer avanzó hasta mi posición. Su mirada era mucho más tranquila que la del resto. Y su uniforme… debía ser la capitana, o cuál sea la jerarquía. Su sonrisa me era familiar. Hasta que hablo.

—No puedo creer que el Gran Henry esté aquí en mi precinto —dijo con una voz dulce, incluso para la autoridad que era.

—¿Nos conocemos?

Su sonrisa se hizo mucho más notoria. La recordé. La Vieja Catalina. No podía creer que ella fuera la jefa de la zona. Le decíamos la «Vieja», porque cuando éramos niños, ella solía vestir con vestidos anticuados de patrones florales; algo así como si vistiera las cortinas de su abuela. Si mal no recuerdo, su tono de voz y su selección de vocabulario tampoco eran el más moderno. Nunca hablamos demasiado, pero siempre es bueno ver una cara conocida; en especial cuando su rango es de ayuda.

—Catalina —dije con alegría. Ella me sonrió una vez más y me extendió su mano.

—¿Qué haces aquí? ¿Cometiste algún delito y vienes a entregarte?

—Ya me gustaría. La verdad… viene por la desaparición de Helen Sharp. Su madre me contrató para encontrarla.

Con aquellas palabras todos guardaron silencio. Catalina borró la sonrisa de su rostro.

—Acompáñame.

Ella se giró con poderío y comenzó a moverse entre sus filas. Yo la seguí, dejando cierto espacio entre nosotros. Moverse por los estrechos pasillos de un precinto policial no es agradable, incluso si no has hecho nada malo. Es como si aquellos lugares evocaran ese sentimiento, como los hospitales.

De cualquier manera, entramos a una pequeña oficina con el nombre de Catalina en el exterior. El cargo de capitana le quedaba bien. Aunque, por otro lado, la oficina no tanto. Un escritorio, una computadora antigua de color blanco manchado y una estantería con algunos archiveros dentro.



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En el texto hay: misterio, horror, terror

Editado: 02.11.2025

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