Una secta…
Catalina, en ese momento, observaba la nota junto a mí. Fuera, la neblina se acumuló en la ventana de su oficina. Las luces de las calles se filtraron entre esa capa de humedad.
Qué más decir. Odio las sectas. A diferencia de los fantasmas, las sectas son reales. Tan reales como todo lo que rodea a una persona. Y lo peor, es que son mucho más peligrosas de lo que uno puede imaginar. Cualquiera pensaría que son un montón de locos, pero… no. Las sectas son inteligentes, atraen a un montón de personas necesitadas y les dan algo para llenar el vacío que sienten. Y uno podría pensar que son personas de baja autoestima o incluso tontas; pero no es así. He visto a personas inteligentes verse atraídas por estas maquinaciones fraudulentas.
Déjenme contarles sobre el caso que investigué cuando comencé mi carrera. El chico que desapareció era brillante. Sus padres llegaron a mi oficina, una pequeña que poseía en ese tiempo, con ojos llorosos, súplicas y dinero. Veintiún años, toda una vida por delante, de repente, ya no estaba. Tomé un autobús de un trayecto de casi trece horas. Mi primera parada fue la universidad de este muchacho. Sus profesores solo dedicaron buenas palabras. Genio, inteligente y estudioso. Nadie pensaba en alguien que pudiese hacerle daño. Nadie pensaba en que hubiese dejado la carrera que estudiaba deseoso. Tampoco tenía vicios. Era una de esas personas que iban a ser un líder para la sociedad. Pasaron los días, y… simplemente apareció. Volvió andando como si nada. Sus padres, en principio, no podían estar más felices. Pero algo había cambiado en el muchacho de ojos cafés y cabello abultado. Me pagaron, aunque no había logrado nada por mi cuenta. Pero, el instinto siempre es mayor. Algo estaba mal, como si una presencia maligna se hubiese apoderado del chico. Esperé unos días, y sus padres volvieron a contactarme. Ya no parecía ser su hijo. Se encerraba largas horas en el sótano y en el ático. Muchas veces, desaparecía por horas y volvía en las madrugadas. Sus ojos muchas veces parecían perdidos y distantes, como si observaran algo que no estaba en esa habitación. Lo peor fueron los libros extraños que ahora poseía y guardaba con recelo.
Siempre he dicho, y es una política mía, que el trabajo debe hacerse bien y hasta el final. Esta vez no esperé paga a cambio. Era personal. Quería descubrir lo que había detrás del cambio de ese estudiante con futuro brillante.
Lo seguí un día que se escabulló de su propia ventana. Llevaba consigo una mochila demasiado grande, deportiva y abultada. Por suerte, no sabía de mí. Me pegué a él como pegamento. Y, aunque era de día, no me notó. Por lo menos hasta llegar a un sitio alejado. El edificio conoció mejores tiempos, eso era indudable. Por su fachada, tuvo que ser una fábrica o algo similar.
A todo esto… no quería escribir el nombre de este muchacho, pero supongo que es necesario. Su nombre era Charles.
Cuando llegó hasta el terreno baldío, se quedó esperando unos cuantos minutos. Pronto, un hombre y una mujer también hicieron acto de presencia. Ambos desprendían un aura; incluso yo, que no creo en nada de eso, podía notarlo. Yo lo asemejé a una combinación de locura y sanidad, como una débil línea que no era rota por mera suerte.
Me sentía incómodo viéndolos a la distancia. Más gente comenzó a llegar. El plan en ese momento fue sencillo en mi ingenuidad: entrar a hurtadillas. Las películas tienen algo mágico llamado guion. El héroe entra sin que nadie note su presencia, rescata a alguien en problemas y huye hacia el atardecer. En mi caso, no fue para nada igual.
Me adentré a los pasillos oscuros de aquella fábrica. Las paredes estaban deterioradas, llenas de marcas y con un olor terrible. En muchos rincones también podía observar harapos y colchones llenos de orines y otras sustancias que prefería evitar. Lo peor de todo era la luz que entraba por las ventanas sin cristal, pues me delataban. Un descuido, un mal paso, cualquier ojo indiscreto, y me encontraba en territorio enemigo.
Por suerte, y algo que jugó a mi favor aquel día, eran las voces. Por cualquier habitación por la que me moviera, las voces de las personas eran audibles. Lo que me sorprendió era lo que entonaban: una especie de cántico en lenguaje desconocido para mí. Algo que me atemorizo sobre lo que escuchaba era la sincronía con la que cantaban, como si todos fuesen la misma voz.
En cualquier caso, me escabullí hacia unas escaleras, y continué mi trayecto desde un nivel elevado. Llegué hasta un pequeño patio interior donde pude ver a varios sujetos reunidos formando una especie de círculo. En el centro, con algún polvo de color azulado, un emblema arcano se dibujaba con una exactitud enfermiza. En esos tiempos las cámaras en los teléfonos no eran una norma, así que saqué una pequeña cámara fotográfica digital. Me aseguré de que el flash no estuviese activado, y comencé a tomar pruebas.
La vida me sonrió en demasía, pues, una de las fotos captó con toda seguridad la cara de Charles. No lo vi en su oportunidad, pero sus ojos estaban blancos. Fuese lo que fuese, estaba en una especie de trance. Si algo me ha enseñado la vida es que hay situaciones donde sabes que huir es la mejor opción.
Cuando estuve a salvo, volví a toda velocidad hasta la casa de los padres de Charles. Se sorprendieron de verme; yo también lo hubiese estado. Pero, cuando escucharon mi relato, se espantaron. Durante breves momentos no me creyeron en mis excéntricas palabras; pero las fotos no mentían. La madre casi se desmaya. Familia católica, ¿quién podía culparla? De todas formas, y siendo honestos, era mucho que digerir en esos momentos.
En el momento en que Charles volvió a casa, sus padres lo encararon conmigo en la habitación de junto. Oír a alguien que era considerado una mente brillante, amenazar de muerte a sus padres es, como poco, algo horrible. Los regaños, y casi los golpes, comenzaron a ir y venir. No quise intervenir, pues, yo encontré mi respuesta; y si lo que logré servía de algo, era salvar la vida de alguien.
Editado: 02.11.2025