La mañana estaba cubierta por la espesa niebla. Incluso con mis sentidos al máximo, apenas podía distinguir unos pocos metros. Llegar hasta la comisaria fue un intento desesperado por no ser atropellado. Por suerte, el hostal en el que me quedaba estaba cerca. Un buen trato, para lo que era esa habitación pequeña y poco cómoda. Igual, no necesitaba demasiado.
De todas formas, entré a la oficina de Catalina. Ella ya estaba allí, sentada con una tasa de café humeante y con cruasán de jamón y queso. Sus ojos denotaban el cansancio de pasar una noche entera rellenando papeleo y pensando en cómo proseguir con la investigación. Aunque, a decir verdad, la mayoría de las personas en ese lugar parecían haber envejecido varios años en unas pocas horas.
Tan pronto abrí la puerta, Catalina posó sus ojos en mí. Su sonrisa ahora era una mueca de incomodidad.
—¿Pasaste una buena noche?
—No mucho.
—Nadie…
—¿Cómo va la investigación?
—Envíe la carta al laboratorio —respondió, bebiendo de su café—. Es la máxima prioridad, así que tendremos los resultados lo más pronto posible. Si hay ADN, o algo, lo sabremos.
—Eso espero…
A la pequeña conversación le siguió un silencio incómodo.
Quizás sea el momento de contarles un poco de nuestro personaje principal. Helena Sharp era una niña normal, o a lo menos era normal para los estándares. No era muy buena en matemáticas, pero sobresalía en materias humanistas. Le gustaba bailar y dibujar. Y, sobre todo, amaba el color violeta. Su habitación constaba de cuatro paredes de un violeta claro con líneas negras intercaladas. A pesar de su corta edad, y de su timidez, quería ser actriz; no una de películas, sino una de teatro. Su comida favorita era la pasta.
El perfil de la pobre Helena, para los que se den cuenta, no tiene nada de especial. Ella no venía de una familia adinerada, no venía de una familia famosa, no venía de un barrio pobre donde la seguridad escasea; ni siquiera venía de una familia odiada en la ciudad. Entonces, ¿qué hizo que esta secta raptara a esta niña que no sobresalía demasiado sobre el resto? Cuando Catalina me preguntó por mi noche, mi noche fue tratar de responder a esta pregunta. Lo peor de aquello, es que existía la posibilidad de que todo fuese por mera maldad. Y eso me asqueaba. Yo no me considero un santo. He hecho muchas cosas cuestionables a lo largo de mi vida. Pero no soy un desalmado para dejar a una niña a su suerte.
La puerta se abrió una vez más. Un hombre con un uniforme y con actitud pasiva se acercó.
—Ah, novato —dijo Catalina, fingiendo energía y simpatía.
—¡Ca… capitana!
—Henry, te presento a O’Brien. Novato, Henry T…
—No es necesario que digas mi apellido. —El novato no era especialmente llamativo. Cara con pecas, cabello pelirrojo y una nariz demasiado alargada. Sus ojos no mostraban el orgullo que debía mostrar un oficial de policía. A lo menos, se veía confiable por su edad joven—. Un gusto en conocerlo, oficial.
—¡Es un honor! —dijo con algo de timidez—. La pista que descubrió nos está llevando por el buen camino.
—Novato, ¿qué ocurre? —intervino Catalina con una de sus cejas levantada.
—¡Sí! —gritó, clavando su mirada en su superior—. Unos oficiales registraron el túnel donde se adentraron y encontraron una bifurcación.
—¿Qué? —preguntó Catalina, sorprendida.
—Estaba demasiado oscuro, es posible que no lo notásemos —dije yo mismo.
—Encontraron un zapato de niña… —soltó O’Brien. Su cara reflejaba preocupación—. La madre de la niña lo reconoció como suyo.
Catalina se puso de pie, furiosa; no con su subordinado, sino con ella misma. Los ojos no mienten.
—¿Algo más en ese túnel? —preguntó mientras se ponía una chaqueta de cuero en su espalda.
—Estamos esperando a que usted…
—Vamos —finalicé yo, antes de que Catalina pudiese decir algo.
La caseta estaba rodeada y acordonada. Con la neblina se veía mucho más siniestra.
Avancé junto a Catalina y O’Brien. Los guardias saludaron con el gesto habitual, pero Catalina no estaba para perder el tiempo. Los tres nos adentramos en aquellas muertas paredes. Esta vez, un oficial nos entregó una linterna a cada uno. Mejor. Lo que me gusta de la policía es su cantidad de herramientas, como una navaja suiza humana.
Descendimos. Éramos 4 contándome a mí. Las paredes de los túneles estaban a iluminadas con pequeñas linternas interconectadas, similar a una mina.
Cuando llegamos a la intercepción, nos dimos cuenta de que era casi un pequeño agujero. Catalina no esperó. Fue la primera en entrar en esa pequeña abertura. No le importó su chaqueta de cuero, ni sus pantalones planchados a la perfección. Luego de ella fue mi turno, y luego el resto.
El nuevo túnel se asemejaba más a una cueva natural: demasiadas imperfecciones y paredes rectangulares. Por suerte, y aun a pesar de su entrada, todo era amplio. O’Brien avanzó tomando la delantera. Lo seguimos de cerca y lanzando nuestros destellos en todas las direcciones.
—Aquí fue —dijo, señalando un espacio en el suelo.
Catalina asintió. Su mano derecha liberó su arma del cinto. Él asintió y la imitó sin demora.
—Ojos abiertos. El destino de la niña es desconocido, pero tenemos motivos serios para creer que sus captores son peligrosos. No duden si hay peligro.
Todos volvieron a asentir. Incluso yo.
Volvimos a la marcha por el oscuro pasaje. A medida que desciendes en la tierra se siente algo más de calor. Se supone que es por estar cerca del núcleo de la tierra. O bueno, eso quiero creer. Empero, aquí debajo no. Todo se volvía más frío. Todo se volvía más opresivo. Algo nos observaba. Y lo peor era la distancia. Delante, detrás, por los lados. Estaba en todos lados, pero sin ser visto. A solo unos pocos centímetros. Si alguno giraba la linterna, el sentimiento se perdía hasta que ya nadie miraba en su dirección. Y sé todo esto por las expresiones de los que estábamos rodeados por la penumbra. El cuerpo no miente. Incluso Catalina, quien era la única que se mantenía firme, mostraba el miedo. Me alegró que las armas se mantuvieran en silencio. Quién sabe lo que hubiésemos visto entre destellos rápidos.
Editado: 02.11.2025