La desaparición de Helena Sharp.

Tercer día (tarde).

Estaba sentado en la biblioteca. Los estantes llenos de libros nunca han sido mala compañía. Estaba en un rincón alejado, con periódicos y mi teléfono celular en mano. Investigaba desapariciones recientes.

Cuando alguien desaparece, no es algo que pase desapercibido. Hasta la persona más apartada de la sociedad tiene a alguien que se fije en él.

Y por suerte, no es difícil encontrar esta clase de información.

En casi todo el país la gente se pierde, pero solo había tres personas, sin contar a Helena, que se perdió en un radio de 300 kilómetros. Dos hombres y una mujer. Los primeros se llamaban Logam R. y Alberto S.; por otro lado, teníamos a Dora W. Todos se vieron por última vez en sus respectivos domicilios y, para mi suerte, todos se perdieron en circunstancias similares a Helena. El problema de todo esto es: ¿por qué? Por mucho que mis pensamientos fueran en una dirección, no encontraba la relación entre estas personas y Helena. ¿Qué necesidad existe en que personas sin relación sean raptadas?

Dejé de lado mi celular. Sin el brillo en mi rostro, acerqué los periódicos. Comencé con la segunda parte de mi búsqueda. ¿Existían más personas como Helena en la ciudad? En su momento, creí con firmeza que no sería así. Pero me equivocaba. Existían varias. La primera de estas, y datada del año 1885, era un hombre. La fotografía del registro era demasiado antigua, pero el hombre tenía un bigote espeso y ojos saltones junto a una frente llena de arrugas. Luego, había otra persona desaparecida en el año 1918; y de forma curiosa, perdida el 11 de noviembre. Lo único que se conservaba era un nombre: Charlie E. La tercera era una mujer: Carol D., se perdió durante un pequeño terremoto ocurrido en la década de los 40. Para mi mala suerte, el registro estaba inconcluso. Por último, otra mujer llamada: Scarlett G., desaparecida días antes de un incendio registrado en el centro de la ciudad, aunque, al parecer, sin relación con la desaparición, el día 12 de mayo del año 1987.

Existían algunas otras, pero por lo general eran desapariciones que ocurrían en las minas luego de accidentes graves, o simplemente muertes ocurridas por derrumbes. Ninguna de estas llamó mi atención.

Volví a sacar mi celular. A lo lejos, la mujer, de unos 40 años, que atendía la biblioteca, me volteó a ver con disgusto. No me importó la opinión de aquella persona. Si no querían que usase mi teléfono, no ofrecieran wifi gratis en las inmediaciones.

Esta vez tecleé: Sectas, sacrificios, corazón. Las búsquedas no fueron de mi agrado. La mayoría decía relación con tribus que sacaban el corazón del cuerpo y se los comían en búsqueda de fuerza. Por un lado, supongo que era una buena idea para un libro. Por otro lado, supongo que ya se hizo unas cuantas veces.

Cuando todo es demasiado amplio, es necesario comenzar a delimitar todo. La barra del buscador apareció una vez más. Esta vez busqué: sectas en. Supongo que algún curioso podrá querer saber el lugar donde todo esto toma lugar, pero la verdad es mejor que no lo sepan. Si quieren, y están tomando todas mis palabras como algo de fantasía, como un libro de terror, ubiquen todo donde les parezca oportuno. Y tomen esto en cuenta: es por su propia seguridad.

De todas formas, y sin perderme en aclaraciones fútiles, una serie de sectas apareció en mi pantalla. Sobra decir que asomaron las típicas que todos conocen: Charles Manson, Colonia Nueva Dignidad, masones y otras que no tenían relación con el caso. Intente reducir la búsqueda. Y, una vez más, sin éxito.

Me levanté, casi indignado, y me dirigí a la salida. Mientras pasaba cerca de la mujer, me despedí con un gesto sutil, uno que decía que no la volvería a molestar durante el día. La calle, sin la niebla de la mañana, se veía mucho más limpia. La gente paseaba con abultados abrigos corta viento, gorras y bufandas. Las ventanas seguían empañadas y los autos congelados, incluso a pesar de las horas. El invierno a veces es brutal, pero este tenía su encanto.

Avancé por una calle angosta, llena de negocios un tanto menos llamativos. Tiendas de computación de accesorios de poca calidad, peluquerías pequeñas y uno que otro restaurante de ofertas un tanto limitadas en su carta. Me senté en una banqueta cerca de un árbol con flores en forma de un cisne.

Alguien me seguía. No se ocultaba.

Un hombre se detuvo frente a mí. Vestía una gabardina negra con un traje oscuro con pequeñas rayas grises que le daban elegancia. Sobre sí, un sombrero. Una visión un tanto anticuada, si me lo preguntan. Lo que sí destacaba era su expresión vivaz y un tanto sombría.

Aun así, se acercó. Su cara era joven, no podía tener más de 26 años. Tenía unos ojos casi como el ámbar, un cabello corto y demasiado cuidado por lo que se podía ver. Con un gesto, se quitó el sombrero, mostrando una sonrisa amistosa; y también una cicatriz horizontal y aterradora a un lado de su cabeza, muy cerca de su oreja derecha. De no haber sido por la reverencia exagerada, no la hubiese notado jamás.

—Hola —dijo con mucha educación, y extendió su mano hacia mí—. Soy Bruce, periodista del periódico local. ¿Puedo hacerle unas preguntas?

No soy amigo de los periodistas. No los odio, pero no soy su amigo. Muchas veces he visto cómo cambian los hechos para atraer el morbo. Tengo demasiada ética, y mentir no es motivo para enorgullecerse. Claro, las excepciones existen en todo el mundo; quizás este chico era una de ellas.

—¿Qué quieres? —pregunté, sin aceptar su saludo. Cuando hay que mantener algo en secreto, toda clase de espacio es de vital importancia.

—Ya le dije, señor, solo quiero hacerle unas preguntas —dijo sin perder la sonrisa—. Ya sabe, sobre el caso de Helena Sharp.

—Es confidencial.

—Sin embargo, es un caso serio si tienen que traer a un detective privado —argumentó con facilidad—. ¿No cree que la comunidad necesita algo de tranquilidad? Hay demasiadas personas asustadas, preguntándose si ellos serán los siguientes; o, aún peor, sus hijos.



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En el texto hay: misterio, horror, terror

Editado: 02.11.2025

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