La desaparición de Helena Sharp.

Cuarto día (noche).

El sector residencial era enorme. Lujoso y enorme. Eran unas pocas casas agrupadas en una especie de vecindario acomodado, construido específicamente para no asemejarse de ninguna forma al resto de la ciudad. Y por cada paso que daba entre las aceras lustrosas y calles de pavimento liso, sentía que me acercaba a una pista.

Esa idea era lo único por lo que seguía avanzando.

No me gustan los lujos. O bueno… sí, me gustan, como a cualquiera. Pero para mí, luego de cierto umbral, ya solo es codicia.

De todas formas, Catalina se mostraba imponente en su uniforme. Su placa a la vista y su arma eran algo aterradoras. La recordaba siendo una recatada. Ya mencioné que le decíamos «vieja», pues además de su atuendo, solía ser recatada y su pasatiempo era tejer. Ahora, sin quitarle el ojo de encima, podía ver un cambio notorio, como un paso natural de su antiguo ser. Supongo que algo en ella cambió. Me pregunté cuándo ocurrió el cambio. Le perdí el rastro luego de la graduación; supongo que era cuestión de tiempo; después de todo, no tengo contacto con nadie de la antigua escuela.

En poco tiempo, llegamos a una casa enorme. Su perímetro estaba cubierto por setos y plantas enormes de un color verde que asomaba por encima de la nieve. Desde dentro, a través de cristales impolutos, luces atravesaban cortinas de un color pastel. Observé al segundo piso, donde una figura pequeña corría de un lado para el otro en una sombra fugaz.

Catalina fue la primera en avanzar. El timbre llamó la atención de quienes habitaban. La puerta se abrió luego de unos pocos segundos. Una mujer, de aspecto regio, pero orgulloso, salió desde los interiores. Su mirada se clavó con molestia y petulancia encima de mí y de Catalina. No necesitaba mucho para saber que no éramos de su agrado, pues sus arrugas se formaron sobre su frente.

Hay algo en el desprecio que se siente gratificante para mí. Cuando empiezo a hacer las preguntas correctas.

—¿Quiénes son? —preguntó mientras pensaba. Su tono no ocultaba su molestia.

Catalina llevó su mano hacia su placa.

—Necesitamos hacerles unas preguntas.

—¿Acaso somos acusados de algo? —dijo aún más molesta—. ¿Dónde está la orden?

—No tenemos orden. No son sospechosos de nada.

—Entonces, váyanse de una vez.

La puerta fue arrojada. Mi pie se interpuso. No podía dejar que la actitud insoportable de una mujer nos alejara de la vida de una niña.

—Necesitamos saber algunas cosas, es urgente —dije, asomando mi cara entre la abertura. La mujer apretó un poco, provocando algo de dolor sobre mis dedos, pero no cedí—. Por lo que sabemos, su familia era cercana a los Blacksmith.

La mujer abrió. Por un segundo, una pequeña sonrisa se dibujó en mi rostro. Claro, fue borrada de inmediato cuando la puerta azotó en mi pie. Disimulé el dolor, y no saben cuánto lo hice.

Lo bueno fue que la puerta volvió a abrirse. Me preparé para otra ola de dolor. Pero no fue así. A un costado de la mujer, un hombre mostraba un rostro tranquilo, pero igual de molesto que el de la mujer. Su traje se mostraba sin ningún detalle y su cara dejaba ver el cansancio. A lo menos su molestia era entendible.

—Perdonen mi intromisión —dijo, ahogando su enojo, pero mostrando una cortesía que pocos tienen—, escuché lo que acaban de decir. ¿Por qué?

Catalina volvió hacia delante.

—Creemos que la familia Blacksmith está ligada, de una u otra forma, con la desaparición de una residente.

—¿La pequeña Helena Sharp? —preguntó el hombre. Era una pregunta retórica, él lo sabía muy bien. Al final, las noticias se esparcieron mucho más rápido de lo que uno podía pensar.

—Necesitamos saber algunas cosas, y por lo que se sabe, ustedes eran cercanos a los Blacksmith. —Catalina sonó firme, como una policía que cree en sus ideales.

El hombre pensó durante unos segundos. Susurró algo al oído de la mujer. Ella suspiró, vencida, pero no sin dejar atrás su molestia.

—Acompáñenme… Tengo unos pocos minutos para ustedes.

Avanzamos por un pasillo que, a pocas palabras, era algo que no podría pagar en mi existencia. Hubiese necesitado unos diez mil casos en un mes, y quizás más. Frente a unas escaleras de mármol que doblaban en «L», una niña nos examinaba a Catalina y a mí con detalle. La pequeña llevaba un vestido blanco y accesorios en azul; su mirada no se asemejaba a la de la madre, pero su curiosidad salía a flote.

Nos recibieron en una sala enorme. Era un estudio con una chimenea más grande que cualquiera de mis muebles. Cielos, hasta el pequeño refrigerador que poseía en mi oficina era diminuto frente a aquellas llamas. A uno de los lados, un bar enorme exhibía tragos de todo tipo. Me perdí durante unos segundos leyendo las etiquetas. La mayoría eran marcas de licores de los que nunca había escuchado.

El hombre avanzó a paso firme hasta la barra.

—¿Desean algo para beber? —preguntó, ofreciéndose como un buen anfitrión.

—No, por mi parte —dije.

—Un poco de Whiskey… Sin mezclar.

Con profesionalidad, nuestro anfitrión preparó las bebidas. No tengo la menor idea de que se sirvió para él mismo, pero a Catalina le ofreció un líquido similar a la miel.

Cuando ambos vasos estuvieron en manos de sus respectivos dueños, avanzamos hasta unas sillas de soporte alto, abultadas y rojizas. Al frente, una mesa de cristal mostraba adornos de todo tipo. No reconozco mucho de las distintas culturas, pero Dios había de todo, y no solo en aquella mesa. En ese momento estaba rodeado de esculturas de Perú, África, toda Asia, México, partes de Europa (en especial del norte).

El hombre, sacándome de mis pensamientos, sacó un pequeño instrumento, un reloj de arena que volteó.

—Siento no tener más tiempo para ustedes, pero mi viaje fue agotador y necesito dormir —dijo, cruzándose de piernas y poniendo ambas manos delante de él. Apuntó hacia nosotros con una de sus palmas.

—Primero que nada, su nombre —dije yo.



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En el texto hay: misterio, horror, terror

Editado: 15.12.2025

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