La desaparición de Helena Sharp.

Quinto día (mañana).

Las calles se asemejaban a una tundra. La noche fue algo horrible. El viento golpeó con fuerza las ventanas de donde me hospedaba. Y no quiero hablar del frío. Era como si se adentrara en tus huesos y los hiciera trizas. Durante unas cuantas horas estuve girando en mi cama. Mi chaqueta sirvió como frazada extra para poder mantener mi cuerpo en un estado óptimo de calor. Y eso era con la pequeña estufa de leña que adornaba mi habitación, y cuyo brillo me calmaba entre tanto viento gélido.

Lo peor, creía yo en ese momento, eran las aceras cubiertas de nieve. No recuerdo en qué momento fue la nevada, o, mejor dicho, la tormenta de nieve, pero los dueños de las tiendas y casas apaleaban todo con cierta molestia. Yo también lo estaría de ver todo el trabajo extra que tendría que realizar.

Por suerte, mi nueva bufanda y gorro afelpado de estilo ruso ayudaban a mantener el calor de mi cuerpo. No hay nada mejor que un ambiente frígido y algo cálido para contrarrestar. Si tan solo no hubiese trabajo que realizar.

Giré en una calle que daba con una plazoleta. La calle era G. Lynch. Un buen nombre. Avance hasta un edificio con una sola puerta y varias ventanas que subían hasta lo más alto que permitía ese espacio. No había nada que lo identificara como tal, pero Catalina fue perfecta en sus palabras con la descripción del lugar: «el edificio de ladrillos color cobre horrible».

Me acerqué sin discreción a una de las ventanas bajas. Me incliné un poco para observar. Podía ver una especie de recibidor. Por detrás, un hombre con gafas gruesas ojeaba unos periódicos. No se mostraba muy entusiasmado. Perder el tiempo es una tarea que solo grandes personas pueden realizar.

Antes de entrar, revisé mi perímetro. Durante el trayecto, sentí que alguien me seguía. No sé si era paranoia… O algo más. Y, en cualquier caso, no me sentía bienvenido. Durante la noche, desconozco con certeza si todo estaba relacionado, escuché pasos que se detenían frente a mi puerta, en el hostal donde Catalina consiguió una habitación para mí. Eran leves, casi inaudibles, como los de un gato. Se movían de un lado hacia el otro hasta detenerse varios segundos frente a mi puerta. En la mañana, después de desayunar, le pregunté al encargado por los dueños de los sonidos. Su mirada molesta no ocultó su mentira.

Además… detrás de su oreja poseía una especie de cicatriz. Una idéntica a la de Beltcroft y al periodista al que necesitaba interrogar. ¿Había algo más? No era necesario tener un patrón amplio para poder sacar mis deducciones. Lo peor era que Catalina no tenía idea, ni siquiera la más remota.

Así que en estos momentos me encontraba solo frente a un edificio donde me sentía como un enemigo. Como un soldado aliado en medio del campo nazi. No es la mejor comparación, pero no conozco mucha historia. No era mi fuerte cuando era joven. Tal vez era el momento de comenzar.

Suspiré. Eché otro vistazo. Y con mi cuerpo empujé hacia delante.

Cuando la puerta se abrió, una campana (no una física, sino una electrónica que imitaba el sonido de una campana) alertó de mi presencia al hombre. Su mirada se clavó en mí, y a pesar de los cristales, sus ojos indagaron en mí con suma facilidad. No supe distinguir si desconfiaba de mi persona o si de alguna forma me conocía. En cualquier caso, y para mi mala suerte, no importaba.

Cuando me acerqué lo suficiente, el hombre bajó su periódico con un gesto un tanto siniestro.

—¿Sí? —Su tono fue apático.

—Busco a un tal «Bruce». Trabaja aquí.

—Sé que trabaja aquí, lo veo todos los días. Eso no quiere decir que tenga la facultad de hablar con él…

—O quizás puedes guardar silencio, y decirle a Bruce que el detective encargado del caso de Helena Sharp está aquí.

—¿No lo entiende? No. Se lo repetiré una vez más: no. ¿Qué tal así? Deje de hacerme perder el tiempo en su estupidez.

Me crucé de brazos. Su molestia era evidente cuando comprendió que no iba a moverme ni un centímetro.

—Muy bien… Llamaré a la policía —dijo, extendiendo su brazo hacia un teléfono amarillento y de teclas borrosas.

Cuando su mano tomó la bocina, una puerta se abrió en un pasillo a mi lado izquierdo. La sonrisa de Bruce asomó. No me gustaba en ese entonces, y no me gustaba en esos momentos.

—¡Quieres detenerte! —le dijo al sujeto, el cual aún tenía el teléfono sobre su oreja. Cuando lo retiró, Bruce se giró hacia mí—. Detective, me alegra verlo.

—Vine a hablar.

—¿Quiere darme la exclusiva?

—No, pero necesito información, al igual que usted. Quizás… podamos llegar a un acuerdo.

—¡Excelente! Sígame.

Mientras avanzaba hacia la oficina del periodista, giré mi cuerpo para observar al sujeto. Su mirada era la de una derrota total, y con esa derrota, la ira. No me molesté en intentar hacerlo sentir mejor, en cambio, solo levanté mis hombros, diciéndole con claridad que la victoria era toda mía. ¿Eso me hacía sentir mala persona? Un poco, pero fue lindo tener esa pequeña victoria en mi haber.

De todas formas, la oficina de Bruce era mucho más limpia de lo que imaginé. Los cajones, esos de metal donde se guardan expedientes en grandes espacios y carpetas, estaban pulcros y sin nada fuera de orden. El resto de la oficina estaba igual de limpia, con adornos que resaltaban todo en un aspecto minimalista. Lo único que resaltaba con cierto interés era un escritorio con una sola silla.

Con su brazo, Bruce me indicó para sentarme. Rodeé el escritorio y tomé mi lugar. Me sentía cómodo en ese espacio. Bruce giró, y comenzó a caminar por su oficina.

—Así que… ¿Qué está dispuesto a ofrecerme? —preguntó sin más.

—Primero, ¿no quiere saber qué necesito?

—Prefiero tener mi historia asegurada.

—No puedo asegurar su historia si desconozco su conocimiento sobre lo que necesito.

—Muy bien, le daré en el gusto. Una explicación pequeña. Adelante, pregunté. —Volvió a sonreír de una forma desagradable. Intenté por todos los medios en no centrarme en aquello. Necesitaba una pregunta que no desenmascarara mi sospecha sobre él yTheodor .



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En el texto hay: misterio, horror, terror

Editado: 15.12.2025

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