La Dinastía (libro 11. Vannya)

Cap. 4 Savaresce

 

Después de la transformación, a los Savaresce les había tomado casi un año regresar a sus tierras, porque a diferencia de los Yaroslávich que estaban más cerca de las suyas, el de los Savaresce fue un viaje largo y sumamente duro debido a las condiciones en las que estaban; el paso por el Cáucaso fue una experiencia demencial, en especial para Giorgio, que al igual que algunos otros, resultó tremendamente sensible al frío; y para coronar aquella caótica situación, todo lo que intentaban comer parecía caerles muy mal y, de hecho, casi ni lo soportaban. Con enorme trabajo lograron llegar a la península itálica, y cuando lo hicieron se encontraron con la novedad de que algunos de los miembros de su tribu, estaban en las mismas inexplicables condiciones.

Nadie, a día de hoy, sabía si Avitzedek había decidido irse a Arabia por las enormes extensiones de territorio que tenían allí, o si fue por el hecho de que, estando en una zona más poblada, controlar a individuos como Giorgio iba a ser una tarea ímproba, el asunto fue que se trasladaron, pero Vipsania, la primera esposa de Avitzedek, nunca le perdonó que se los llevase a aquel desértico lugar.

Para cualquiera sería difícil determinarlo, pues ya sabemos cómo se efectuaban aquellas uniones en las que, en muy raras ocasiones, existía algún sentimiento entre las parejas, pero fuera como fuere, Vipsania había cumplido con su parte, dándole varios hijos a Avitzedek y todos varones, que era lo que se esperaba de una esposa. Casiano era el mayor, lo seguían Duilio, Flavio y Prisco que fueron gemelos, Máximo, Arcadio, y el que pensaron sería el último y a quien dieron por nombre Septimio, en obvia referencia a que había sido el séptimo hijo, aunque con el tiempo, dejaría aquel horroroso nombre atrás pasando a ser conocido con el nombre de Gianfranco. Por algún motivo, que posiblemente estaba relacionado con el hecho de que Gianfranco había nacido casi muerto, y que era la única vez que Avitzedek había estado presente el día que nacía uno de sus hijos, aquel se convertiría en el más importante para él.

Adria, la maia [1] que atendía los partos en su tribu, estuvo muy preocupada por Vipsania, pues aquel parto había sido el más difícil y largo, y la había dejado no solo débil, sino que estuvo muy delicada. No obstante, un año más tarde nacerían Octavio Augusto y César Octavio, nombres que también hacían referencia a su posición en el orden de nacimientos, y a pesar de que César Octavio era considerado un nombre mejor que Septimio, cuando Gianfranco decidió cambiar el suyo, Giorgio, que era el portador de ese nombre, hizo lo mismo solo por fastidiar y no porque le importase en lo más mínimo su nombre.

Avitzedek había tenido sus dudas con relación a la paternidad del último par de gemelos, pues por aquella época habían estado en verdad inmersos en una serie de batallas que lo habían mantenido lejos del asentamiento que habían dejado en la frontera de las hoy Polonia y Ucrania, pero siendo que exhibirían las mismas características de sus otros hijos y por ende las de Avitzedek, y la única diferencia, o al menos la única que fue evidente pronto, radicaba en el color de los ojos que eran iguales a los de su madre tanto en el caso de los gemelos como en el de Gianfranco, Flavio y Prisco, Avitzedek dejaría de pensar que no eran suyos, algo en lo que debió fijarse mejor, pues si bien se le parecían, había otra razón para ello, y era que esos dos niños eran en realidad hijos de su hermano Casio.

El asunto fue que antes de cumplir treinta años, Avitzedek era padre de nueve hijos, pero fuera de César Augusto que no viviría más allá de los nueve años, los mayores murieron todos en batalla y, aunque pudo recuperar los cuerpos de casi todos, los que nunca supieron ni donde habían quedado, eran los de Casiano, Flavio y Prisco, porque por mucho que buscaron, no fueron hallados. De modo que, para el momento de la transformación, solo le quedaban dos hijos.

Pasado un largo tiempo, y después de una de sus muchas incursiones a territorio enemigo, en el botín de guerra venía Zharià, y dada su juventud, fue llevada con las esclavas del sarái. Cuando llegó estaba sucia, herida y en un estado general lamentable, algo no muy extraño en las víctimas de cualquier guerra, pero una vez que la alssyd [2] del harem particular de Avitzedek, la vio cuando estaba limpia y algo mejor después de la travesía y las penurias de la misma, notó que era linda, aunque muy joven todavía para llevarla ante su amo, así que dio órdenes de educar a la niña, y cuando tuvo la edad apropiada, se la llevó a Avitzedek.

Para el momento en cuestión, Zharià tendría alrededor de quince o dieciséis años, aunque era algo que ni ella misma sabía, y lo que era un hecho, era su excepcional belleza. Según un sujeto que se suponía escribía poemas y canciones para entretener a su señor, aunque ciertamente no lo entretenía de ninguna manera, pues Avitzedek no era de la clase que apreciase casi ninguna manifestación artística, escribió: <<…tiene la piel dorada como las arenas del desierto, labios rojos como el zereshk, [3] cabellos como aterciopelado azabache, y ojos del color del mar arábigo>>

Aquella poética descripción le costaría la cabeza al pobre desdichado, pero era una fiel descripción de la belleza de Zharià que se haría célebre en los dominios de Avitzedek.

De más está decir que él enloqueció por la jovencita, pero si bien eso podía haber representado una mejora para Zharià, pues ser una de las favoritas generalmente lo era, la verdad de las cosas es que no fue así. Lo primero que se ganó fue la mala voluntad de Vipsania, aunque no era que ella le tuviese simpatía a casi nadie, pero a Zharià intentó matarla. Por otra parte, y debido a lo anterior, Zharià vivía recluida en sus aposentos, que no por ostentosos dejaban de ser una cárcel. Básicamente no veía a nadie que no fuese Avitzedek o Aviram, y si bien la pobre chica se enamoraría de Avitzedek, cuando fue transformada lloró mucho, porque una vida con visos de eternidad encerrada en aquel lugar, no podía ser la mejor de las perspectivas. No obstante, la vida le daría una alegría cuando quedó embarazada, y aunque amó a su hija desde antes de nacer, cuando lo hizo y vio que era una niña, sintió casi la misma conmiseración por la pequeña Amaranta que sentía por sí misma, pues de haber sido un varón, lo habría tenido algún tiempo y luego con seguridad su padre y Aviram se harían cargo de su educación y de entrenarlo, pero al menos tendría oportunidad de salir de allí, mientras que una niña no tenía ninguna posibilidad.




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