Louis Saint-Claire se hallaba reunido con varios individuos, en la casa donde residía desde su llegada a Inglaterra. Ninguno de los presentes parecía muy cómodo, y la razón para ello, era lo que acababa de exponerles aquel hombre.
Los prelados, y algunos seglares reunidos allí, aunque estaban de acuerdo en la idea de fondo, diferían en la forma. Durante muchos años, los católicos habían intentado borrar de escena a Isabel I, entre ellos el más interesado era Felipe II. Pero todas las tentativas habían fracasado estruendosamente, y muchos de ellos aún tenían presente, que una cabeza real, la de María Estuardo, había rodado por aquello. Del mismo modo, estaban muy conscientes que estaban en Inglaterra y no en Francia, aquí las cosas eran diferentes, porque aunque había muchos ciudadanos ingleses que aún se consideraban bajo la tutela del Santo Padre, la mayoría había abrazado el anglicanismo, de modo que pensar en algo como la Noche de San Bartolomé, era completamente fuera de lugar.
Sin embargo, Louis Saint-Claire era un hombre persistente, terco y arrogante. Sabían perfectamente que ostentaba un poder enorme en España, pero estaban al otro lado del canal, de modo que éste se veía mermado en estas tierras. Y aunque él se conducía con la misma arrogancia donde quiera que estuviese, los presentes le tenían cierto aprecio a sus propias cabezas, y no todos estaban respaldados por las influencias y el peso de los apellidos de aquel individuo.
Louis era la típica representación del político corrupto y corruptor, a los ojos de futuras generaciones de representantes del clero, sería el ejemplo de lo que no debía hacerse. Este sujeto se había labrado una muy justificada fama de peligroso, que solo corría pareja con la fama que tenía de consumado conquistador. No era un secreto para nadie, que la cama del “honesto” cardenal, se veía visitada con excesiva frecuencia por importantes y poco virtuosas mujeres, que no tenían ningún reparo en llevar muy lejos su “comunión” con Dios. Del mismo modo que había acumulado riquezas a nombre de testaferros, por supuesto, que podían competir con las más grandes fortunas de varios países. De modo que sus votos de castidad y pobreza, eran solo nominales.
Por todo lo anterior, los reunidos allí aquella noche, estaban en una difícil posición, porque negarse a participar de sus planes, implicaba ser sentencias por aquel loco peligroso, y participar en ellos, suponía un riesgo muy alto de perder igualmente sus cabezas si eran descubiertos. Lo que también pudieron notar los reunidos, fue que aparte de su cruzada en contra de Isabel I, tenía una personal en contra de su propio hermano, y se preguntaban la razón. Aunque algunos suponían que solo se trataba de injusta venganza, por ser el portador de los títulos que en cualquier caso él no habría podido poseer.
Entre tanto, para Phillipe Saint-Claire se habían complicado mucho las cosas. Se acercaba el momento de llevar a Anne-Marie a Londres, y aún no tenía quien se encargase del asunto. De modo que en una de las muchas veladas a las que había sido invitado, recurrió al consejo de su anfitriona, quien con enorme placer le recomendó a Lady Dearborn, que era una dama mayor y muy respetable, que se dedicaba desde hacía años a aquellos menesteres.
Phillipe siguió el consejo y se entrevistó con la dama en cuestión, quien estuvo encantada de tomar el encargo, y pautaron una visita a la propiedad de los Saint-Claire, para conocer a su futura pupila. Anne-Marie se había emocionado mucho cuando su padre le dio la noticia, y las preocupaciones que habían venido quitándole el sueño desaparecieron.
Sin embargo, el día que Lady Dearborn debía venir a la casa, surgió otro problema. Cecile había pasado la noche con fiebre alta y dificultad para respirar, de modo que ese día fue llamado de urgencia el médico que atendía a la familia. Cecile había tenido una salud muy precaria desde que nació. Phillipe fue advertido de esto desde el inicio, el médico que atendió el parto en Francia, se había mostrado muy poco optimista en relación a que la pequeña pudiese sobrevivir, ya que en esa época los niños prematuros tenían muy pocas expectativas de vida. A pesar de ello, la niña luchó por su vida y lo logró, pero su salud siempre fue defectuosa.
El médico como siempre, se limitó a recetarle un jarabe y mucho reposo, le recomendó no agitarse, algo del todo innecesario porque el mayor ejercicio que hacía Cecile, era subir las escaleras de la casa, y hasta eso le resultaba pesado, de modo que jamás participaba en juegos ni en ningún otro asunto que implicase un gasto de energía excesivo para ella.
A pesar de esto, y siendo impropio cancelar la cita que tenían con Lady Dearborn, esta se llevó a cabo como se había pautado, y aunque Phillipe había tenido una noche pésima, fue tan encantador como siempre. A Lady Dearborn no se le escapó el hecho de las profundas ojeras del hombre, y la aparición de una arruga en su frente, que no había tenido días antes cuando conversaron. Anne-Marie resultó una criatura encantadora y perfectamente educada, pero aunque no hubiese sido así, ya Lady Dearborn había tomado la decisión de ayudar a aquel pobre individuo tan guapo, tan joven y con cinco dolores de cabeza que al parecer necesitaban de su constante atención.