El día anterior a la partida de Dylan, el chico salió como de costumbre a reunirse con sus amigos. Joseph había decidido no interferir en eso, porque finalmente, apartaría a su hijo de allí y el problema quedaría resuelto.
A pesar de que Kendall estaba contento por la suerte de su amigo, no pudo evitar sentirse algo triste por su inminente partida, sin embargo, trató de conservar el buen ánimo. Mientras que Sophie, que durante la última semana se había esforzado en aparentar alegría, aquel día cuando se encontró con Kendall, el chico notó que tenía los ojos enrojecidos.
Pero no pudo decir más, porque vieron que Dylan se acercaba. Los saludó como de costumbre, pero también notó que Sophie había estado llorando.
Él no dijo nada, y después de eso se dedicaron a una última clase de duelo, en la que se dejó desarmar por ella, algo a todas luces imposible, pero que Sophie fingió convenientemente haber creído.
Cuando llegó el momento de volver a casa, el asunto se puso más difícil. Dylan se acercó a Kendall y le entregó algo envuelto en un trozo de tela.
Kendall desenvolvió lo que venía en el paño, y vio una pesada daga de plata, con mango finamente labrado y con incrustaciones de rubíes.
Era una especie de medalla de oro en forma oval, en cuyo centro había tres zafiros, y por todo el borde estaba rodeado de diminutos diamantes que parecían pequeñas motas de polvo, y pendía de una fina cadena del mismo metal que la medalla.
Pero repentinamente, Sophie comenzó a llorar con desconsuelo. De los dos, quien se encargaba de los llantos de Sophie era Kendall, él siempre parecía saber qué decir, mientras Dylan se limitaba a enfurecerse con el causante de ellos, que generalmente era Rachell. Pero en esta ocasión se sabía responsable de sus lágrimas, de modo que contrario a sus costumbres, abrazó a la niña.
Pero en aquella ocasión, no dio resultado. Sophie tardó un rato en calmarse y finalmente lo consiguió, y pudieron despedirse.
Aquella noche, Sophie estuvo haciendo un inventario de su vida, y el saldo a desfavor la entristeció mucho. Había perdido a su madre, su hermana mayor que era la que más se preocupaba por ella, en cierta forma también la había perdido porque desde su boda no la había vuelto a ver. Rachell, a pesar de que solo la molestaba, también era su hermana y la quería, pero estaba a punto de casarse y pronto se iría. Su padre, en los últimos tres años, casi no estaba en casa y lo echaba de menos. Y ahora Dylan. Siempre había sido áspero y hasta antipático con ella, pero era su amigo y podían suceder muchas cosas, pero Kendall y Dylan desde que se conocieron, siempre habían estado allí para ella. De modo que se preguntó si la vida consistía en amar y perder a los que amábamos.
Llegó el invierno, y con él la terrible desgracia se cernió de nuevo sobre la casa de los Saint-Claire. Cecile finalmente falleció, víctima de su muy precaria salud. Phillipe estaba inconsolable, porque a pesar de que Cecile tampoco llevaba su sangre, él la había amado igual que a todas las demás. Mientras que Sophie, haciendo acopio de valor, sepultó su propio dolor para hacer más llevadero el de Phillipe.