Phillipe acompañó a su hija hasta Dover, desde donde tomaría el barco que la llevaría a Francia. Se detuvieron poco allí, pero Sophie tuvo oportunidad de admirar los acantilados blancos de Dover, aquella fascinante estructura de 106 metros de altura, con su llamativa fachada blanca debido a la concentración de carbonato de calcio, y sus vetas de pedernal negro, causó mucha impresión a Sophie. Después de una rápida comida, Phillipe se despidió de su hija. Por un lado lamentaba mucho dejarla ir, y por el otro se sentía feliz de que su hija tuviese oportunidad de volver a su tierra natal, algo que él no podría hacer nunca más.
Después de darle un beso en la frente a su hija, se volvió hacia un representante de Sir Raleigh, que sería el encargado de acompañar a Sophie en el corto viaje.
Sophie abordó el barco en compañía de aquel sujeto y caminó por la cubierta hasta situarse en un punto desde donde podía ver a su padre, y allí se quedó durante casi todo el viaje. Después que juzgó que ya su padre no podía verla, dejó salir las lágrimas que había estado conteniendo. Si bien la emocionaba el viaje que acababa de emprender, le dolía mucho tener que separarse de Phillipe, pero mantuvo sus emociones bajo un férreo control hasta que estuvo lejos de él.
El señor Colbert pensó equivocadamente, que aquella jovencita podía estar asustada, pero no podía estar más lejos de la realidad. Le preguntó si deseaba entrar y sentarse un rato, pero ella negó con la cabeza, de modo que tuvo que quedarse de pie a su lado.
La distancia que separa el puerto de Dover del puerto francés de Calais, no es mucha. El Canal de La Mancha es el punto más estrecho entre Inglaterra y Europa continental, son aproximadamente 30 millas náuticas. En los días despejados, pueden verse desde la costa francesa, los acantilados de Dover.
Cuando desembarcaron, Sophie se encontró con la enorme sorpresa de que su tío Maurice no había enviado a nadie por ella, sino que había ido él mismo a recibirla. Maurice Saint-Claire guardaba un extraordinario parecido con su hermano menor, mucho más que Louis. De modo que de entrada, esto agradó mucho a Sophie, porque aunque sabía que aquel hombre no era su padre, la familiaridad del aspecto la hizo sentirse más cercana a él.
Ella hizo la reverencia correspondiente, pero él la sorprendió sujetándola y estampándole un sonoro beso en cada mejilla, y abrazándola con fuerza ante la mirada de reprobación del señor Colbert que se caracterizaba por ser un inglés tan flemático como la mayoría de sus compatriotas. Y Sophie pronto descubriría que los franceses eran mucho más efusivos y expresivos que los ingleses.
Durante los aproximadamente 290 kilómetros que separan Calais de París, Maurice habló animadamente con su sobrina, que en un cortísimo lapso de tiempo se encontró compartiendo con la misma animación que su tío, la interesante charla.
A pesar de que 300 kilómetros pudiesen parecernos hoy, una distancia insignificante, gracias a los diferentes medios transporte que poseemos, y a las excelentes vías de comunicación, en ese entonces representaban una distancia considerable. De modo que se vieron obligados a hacer una parada para comer, dormir y descansar con cierta comodidad.
La posada donde se detuvieron, un lugar dedicado a albergar viajeros distinguidos, era de dimensiones no muy amplias, pero bastante cómodo y la comida aceptable. Maurice se aseguró que la habitación que habían dado a su sobrina contase con las comodidades mínimas para su corta estancia, y después de despedirse se retiró a descansar él también.
A la mañana siguiente, después de un ligero desayuno y en cuanto les avisaron que ya habían efectuado el cambio de posta y el carruaje estaba a punto, continuaron con su viaje. Sophie sintió mucha emoción cuando estaban a punto de entrar a París, y prestó la máxima atención mientras Maurice le señalaba lugares de interés.
Cuando llegaron a la propiedad de los Saint-Claire, ubicada a las afueras de la ciudad, Sophie contuvo la respiración, porque era una hermosa construcción con un amplio y bien cuidado jardín. Fue recibida con la misma efusividad que le había demostrado su tío, por parte de Marie, la esposa de éste, y después de señalarle sus nuevos aposentos, la dejaron para que pudiese descansar.
Sin embargo, Sophie no estaba en lo absoluto cansada, de modo que luego de asearse y cambiar de ropa, salió a recorrer la vivienda. En toda ella se respiraba el aire de lo antiguo, en la madera, en la cristalería, y en las pinturas que años más tarde se convertirían en codiciadas obras de arte. En un salón se encontró con un tapiz enorme que recreaba distintas épocas de la historia de su familia, con lo que a Sophie le quedó claro todo cuanto le había dicho su padre acerca de la antigüedad y la importancia de los Saint-Claire.