La Diosa que me salvó.
Todavía recuerdo cómo te conocí.
Todavía recuerdo el primer mensaje que me enviaste a través de mi ventana.
Aún pienso en el largo camino que tuve que recorrer para llegar hasta ti.
Todo comenzó una noche oscura.
Fui abandonado en medio de un bosque lleno de chicos y chicas con las hormonas a flor de piel. Al verme rodeado de otros pubertos, la falta de seguridad en mí mismo hizo que me sintiera como una bestia rara y primitiva.
Durante algunos días, estuve dando vueltas como loco sin saber qué hacer. Al cabo de un tiempo decidí acercarme a convivir con los varones. No fue difícil tratar con los demás hombres, pues al final de cuentas me percaté que en el fondo, todos teníamos un poco de “esencia bestial”; nos gustaba medir nuestras fuerzas, decíamos cosas sin sentido, escupíamos y de vez en cuando chillábamos y bailábamos como chimpancés cuando pasaba cerca de nosotros alguna chica. En medio aquella locura nunca faltaba el que, haciendo gala de sus “dotes de macho”, se acercaba a platicar con la muchacha, con el fin de impresionarla. Si el joven valiente fracasaba, nos burlábamos de él, pero si acertaba, se convertía en el “ejemplo a seguir”.
Aunque a mí me gustaban algunas muchachas, no era lo suficientemente valiente como para acercarme. Para evitar hacer el ridículo y ser humillado, busqué la cueva más oscura y me escondí dentro de ella, aferrándome a mis recuerdos de la infancia.
De la pubertad pasé a la adolescencia y en esa etapa me atreví por fin a dar el paso que algunos de mis amigos habían dado con el sexo opuesto. Desafortunadamente fui rechazado en más de una ocasión por diversas razones. Regresé a la cueva, donde me aislé nuevamente.
A los veintiún años, una chica llamada Fernanda me sacó de la cueva y me convirtió en su bestia de carga. Yo tenía miedo a quedarme solo otra vez por lo que me resigné a vivir de esa manera. Luego, cuando ya no le serví para nada, ella me vendió a Selene, otra mujer, de quien me volví mascota.
Selene me decía “mejor amigo”; ambos sabíamos que yo no era más que su animal de compañía; un pequeño gato que la acompañaba mientras no tenía a un hombre a su lado. Cuando por fin encontró a ese hombre, decidió botarme, dejándome nuevamente a mi suerte.
Frustrado, tomé la decisión de ocultarme para siempre.
Cerré la entrada de mi caverna, dejando una pequeña ventana en una las paredes, a través de la cual, seguí al tanto de las noticias que veían del mundo exterior.
Tras varias noches de aburrimiento, observando en mi ventana las insufribles historias de algunos adolescentes, recibí el mensaje de una Diosa, la cual me citaba en un lugar lejano. La idea me llamó la atención pero no estaba seguro si hacer caso a aquel mensaje por miedo a desilusionarme nuevamente.
El viaje que debía hacer hasta la Diosa cruzaba varios territorios peligrosos, además de que el sitio donde la vería era un pueblo, considerado por muchos, como el más peligroso de todo el país.
Mis amigos me mandaban mensajes, donde me aconsejaban que no fuera al pueblo de la Diosa, ya que ahí vivía una pareja de caníbales.
Lo pensé mucho, y al final, decidí que valía la pena correr el riesgo. Tomé mis cosas, abrí la entrada la cueva, salí de esta y comencé mi viaje.
De camino a la estación del tren vi como el lugar donde me había vivido escondido por tanto tiempo quedaba cada vez más atrás. Con cada paso que daba, la cueva iba haciéndose cada vez más pequeña. El mundo que tenía por delante era completamente desconocido.
Abordé el tren, el cual hizo varias paradas a lo largo del trayecto. A mitad del camino tuve que hacer escala en una aldea, habitada en su mayoría por contrabandistas, ladrones y vendedores de material ilegal. Me quedé en una posada bastante modesta, pero no pude dormir en toda la noche ya que siempre estuve al pendiente de los ruidos que veían de la calle. Tenía miedo de algún extraño entrara a mi habitación, me asesinara con tal de robarme y yo no pudiera concretar la misión que me había propuesto.
Afortunadamente logré salir vivo de la aldea. Durante el resto del viaje fui tentado varias veces a abandonar todo y regresar a la comodidad de mi cueva. Yo mantuve mi convicción y llegué a mi destino.
En la gran plaza del pueblo me encontré con la Diosa, la cual, era demasiado bella; tenía los ojos color castaño, el cabello negro, la piel blanca y una enorme sonrisa de dientes blancos.
Me presenté ante la Diosa y esta me llevó a su casa, donde fui recibido con gran calidez y un enorme banquete.
Esa tarde, mientras comíamos, la Diosa comenzó a interrogarme acerca de mis gustos, mis temores y mi opinión sobre ciertos temas. Al principio estaba nervioso y me sentía un poco intimidado, sin embargo al ver que la Diosa hablaba con absoluta sinceridad y que todas las preguntas las hacía porque de verdad tenía interés en mí, adquirí confianza.