La Doctora

Prólogo

Ofelia conducía por una solitaria carretera secundaria con algo de preocupación. El auto se había sacudido en forma extraña un par de veces y el tablero indicaba que el motor se estaba calentando.

— No te apagues cariño, por favor… No te apagues. — Le suplicó al auto. — ¿Cómo se te ocurre fallarme justo ahora, cuando estoy en medio de la nada?

Siguió avanzando desesperada y, para su consuelo, justo al dar vuelta a una curva pronunciada, apareció un caserío.

— ¡Bendito Dios! — Exclamó con alivio. — Creo que ya llegué a ese condenado pueblo. Por lo menos podré ir caminando si decides dejarme en la estacada.

Para su alegría, el auto logró llegar hasta el centro del pueblo, pero el gusto le duró muy poco, justo al llegar a la plaza, se apagó y, por más intentos que hizo, no volvió a encender.

Con frustración se bajó del vehículo y se dirigió a abrir la capota.

— ¿Qué se supone que tengo que buscar? — Pensó con impotencia mientras veía cómo un poco de humo blanco salía de entre los engranajes. — ¡No sé nada de motores!

— Parece que es el radiador. — Dijo una voz junto a ella haciéndola saltar.

Se giró hacia quien hablaba y, para su sorpresa, descubrió a un jovencito de pie, montado en una bicicleta, observando fijamente el motor. El chiquillo no parecía mayor de doce años.

— ¿Tú crees? — Le preguntó Ofelia con una sonrisa.

— Es lo más seguro. — Asintió el niño con seriedad. — No conviene que lo eche andar así, va a necesitar una grúa.

— ¿Y dónde consigo una? — Preguntó Ofelia frunciendo el ceño.

— Mi papá tiene. — Dijo el niño encogiéndose de hombros. — Puedo ir a buscarlo para que revise el carro.

— Tu papá es mecánico… — Dijo Ofelia entrecerrando los ojos y colocando una mano bajo su mentón. — ¡Qué conveniente! ¿De casualidad no te escondes a las afueras del pueblo echándole algo a los vehículos para descomponerlos y luego pescarnos aquí?

El chiquillo soltó una carcajada.

— ¡Esa sería una buena idea! — Dijo riéndose. — Así nos volveríamos millonarios. Pero no, ya bastante trabajo tiene papá como para andar cazando viajeros.

Ofelia sonrió.

— Bien, ve por la grúa, aquí te espero…  De cualquier manera, no puedo irme a ningún lado con el carro así como está. ¿Cierto?

— ¡Cierto! No me tardo.

El chiquillo se subió a su bicicleta y se alejó pedaleando a toda velocidad.

— Así que ese es mi aspirante a sobrino. — Pensó Ofelia con diversión recargándose en el auto.

Su hermano Adrián había comprado un rancho muy cerca a ese pueblo y estaba próximo a casarse con una joven del lugar, Galilea o “La muñequita”, como la apodaban todos, entre sus trabajadores estaba Judea, una joven viuda, madre de cinco hijos, la única niña de la mujer, llamada Arimatea, al parecer tenía totalmente enamorado al hijo del único mecánico del pueblo, según lo que le habían contado sus hermanos y su cuñada; y el jovencito mostraba verdadera adoración por la niña. Emilio, otro de sus hermanos, había venido de visita por unos días y se acabó quedando, porque se había involucrado sentimentalmente con Judea y ahora los hijos de ella, Ari, en especial, lo llamaban papá, y, por consiguiente, a Ofelia le decían tía.

Había venido al pueblo a pasar el fin de semana para ayudar a su cuñada Gali con los preparativos de la boda, además que traía el vestido de la novia, y los de gala de Judea y Ari, ya que la niña iba a ser quien abriera el cortejo en la ceremonia.

Diez minutos después, el chiquillo regresó en la bicicleta y se detuvo junto a ella.

— Ya viene para acá, no tarda. — Le dijo. — ¿Va de paso?

— Algo así. — Sonrió Ofelia. — Voy un poco más adelante, creo, a visitar a unos familiares.

 — Quizá se demore un poco en llegar. — Dijo el niño con seriedad. — No creo que su auto quede listo en media hora.

Ofelia soltó un suspiro descorazonada.

— Creo que mejor les llamo…

El sonido de un motor los interrumpió. Ambos giraron hacia donde venía el ruido y vieron una grúa que se aproximaba.

— Ahí viene papá. — Dijo el niño con una sonrisa.

El vehículo se estacionó junto a ellos y de él bajó uno de los hombres más impactantes que Ofelia había visto en su vida. No era tan alto como sus hermanos, aunque claro, ellos eran enormes, pero este hombre era fuerte, varonil y de mirada seria y con un atractivo que casi la deja sin respiración, a pesar de que vestía unos jeans y una camiseta manchada de grasa, pero que se pegaba a su piel mostrando unos músculos impresionantes.

— ¡Madre Santa! — Pensó Ofelia.

— Buen día. — Dijo el hombre con bastante seriedad. — ¿Problemas con el auto?

— Eso parece. — Respondió, ella con una brillante sonrisa, señalando hacia el cofre que permanecía abierto. — Su secretario dice que puede ser el radiador.

— Deje reviso. — Dijo el hombre inclinándose sobre el motor dejando ver un trasero espectacular.




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