La Doncella de las Nieves

Parte 1

En una noche nevada un niño y una niña se sentaron junto al fuego, y como todas las noches de navidad cada año, pidieron a su abuelo que les contara un cuento. El hombre regordete y de cabellos canosos tomó una silla cómoda, pues su ciática ya no aguantaba estar en asientos de madera. Se acomodó frente a la ardiente chimenea que chispeaba por aquí y por allá, consumiendo las maderas que hacía poco habían recolectado, entonó la voz con un carraspeo, y a las miradas inocentes y ansiosas de sus dos nietos; comenzó a contar un cuento navideño:

“Cuenta una leyenda, tan ancestral como el inicio del tiempo mismo; que una vez existió una hermosa hada que se enamoró de un guapo joven, y, gracias a su amor, nació la navidad.

Ella era la hija del hada del otoño y de Frost, el señor de la escarcha. De su madre había heredado una ondulante y encendida cabellera roja, y de su padre la tez blanquecina y unos ojos azules como el mismo cielo. Tenía unos labios rosados que hacían ver encendidas sus mejillas, y siempre sonreía. Su nombre era Ni’va y era el hada más bella que algún ser pudiera haber imaginado jamás.

Ni’va era muy curiosa, adoraba investigar en los bosques y recorrer largas praderas en busca de aventuras y cosas nuevas, y un día Ni’va conoció a los humanos, a pesar de que sus padres le habían prohibido acercarse a ellos rotundamente.

Pero el hada no entendía por qué, pues ella solo veía que los humanos eran criaturas bondadosas y cautivadoras.

Así que un día Ni’va decidió acercarse a una pequeña aldea que no estaba demasiado lejos de su mundo, sus padres ignoraban su paradero, y eso a ella la incitaba a saber más.

Ese día ella quedó cautivada por un humano en particular.

Él era el hijo de un carpintero y una costurera. De su padre había heredado el porte y el oficio, y de su madre, los ojos verdes más bellos del mundo. Su nombre era Klaus, y era el hombre más bondadoso que ella hubiera visto jamás.

No solo la cautivó la belleza de aquel hombre, sino también su cálida sonrisa y las acciones que hacía. Ni’va se limitaba a observarlo de lejos, detrás de un gran pino frondoso y verde bañado en la escarcha que su padre creaba cada solsticio de verano.

El hombre junto a su padre creaba los más bellos regalos, y los repartía en un gran saco rojo a los niños de la aldea. Al hada le brillaban los ojos de emoción cada vez que veía a los pequeños retoños emocionados cuando recibían los juguetes.

Y un día en particular, no pudo evitar acercase demasiado a Klaus. Se suponía que él no debía verla, que su mundo y el de ella eran prohibidos; sin embargo, su curiosidad la hizo pecar, y Klaus se percató de su presencia.

—¿Quién anda ahí? —gritó el muchacho asustado, pues sabía que en los alrededores del bosque había criaturas peligrosas, capaces de desgarrar a un hombre de un solo zarpazo.

Ni’va se asustó, no sabía que hacer y decidió quedarse quieta como un árbol hasta esperar que se fuera, pero el hombre en lugar de eso se acercó más al sitio donde ella estaba. De inmediato se percató de su presencia, pues una cabellera roja entre los pinos verdes era bastante fácil de ver.

—¿Quién eres? —preguntó maravillado. Se había quedado prendido de tanta belleza. De inmediato Klaus supo que aquella mujer frente a él no era humana.

—Soy Ni’va —contestó ella con la voz más melodiosa que alguna vez sus oídos hubieran escuchado.

—¿Te encuentras perdida?

Ni’va sonrió y Klaus sintió que su corazón daría un vuelco de emoción. No podía creerlo, pero estaba seguro de que se había enamorado de ella.

—No estoy perdida, siempre te he observado, y creo que eres el humano más maravilloso que he visto jamás.

Klaus dio un paso hacía el hada, intentó tomar su mano pero ella la alejó, entonces él hizo una reverencia disculpándose.

—Lo siento, mi nombre es Klaus.

El hada ya sabía aquella información, pero prefirió esperar a que él se la dijera. Ni’va moría por tocar su mano, pues, increíblemente, ella también lo amaba. Sin embargo las palabras de su padre y de su madre calaban en su mente, y pensó que era mejor si mantenía la distancia.

—Debo irme, Klaus, pero volveré.

—¿Dónde te encuentro? —preguntó él ilusionado.




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