En lo profundo de las montañas, oculto entre la niebla de los amaneceres y el murmullo constante de los ríos, se encontraba un antiguo pueblo llamado Arembó. Fundado en el siglo XVI, lejos de las rutas de los colonizadores y oculto por los velos impenetrables de la selva, Arembó fue levantado por un grupo de sabios, guerreros y curanderos que buscaban proteger su linaje espiritual del avance del mundo exterior.
Arembó no era solo un asentamiento: era un refugio sagrado, construido en armonía con la naturaleza. Sus casas eran de adobe y piedra, con techos de palma trenzada y muros cubiertos de enredaderas medicinales. Sus calles empedradas serpenteaban alrededor de árboles centenarios y altares dedicados a deidades del agua, la luna y la tierra. En el centro del pueblo, un amplio templo ceremonial —de forma circular y sin ventanas— se alzaba como corazón espiritual y político del lugar.
La vida en Arembó seguía los ciclos de la luna y los dictados de los ancianos del Consejo de Raíces, una asamblea de cinco sabios —tres mujeres y dos hombres— encargados de interpretar los sueños, cuidar los códices orales, preservar las leyes sagradas y decidir el destino del pueblo. A su alrededor, una estructura jerárquica organizada con precisión sostenía la vida cotidiana:
Tejenderos eran las mujeres encargadas de confeccionar ropa, mantos y los alimentos del hogar.
Tlamaktianime o "guardianes del conocimiento", eran ancianos y ancianas que enseñaban a los niños sobre las plantas, los símbolos, los astros y los cantos rituales.
Oyome, cazadores y recolectores, se adentraban al bosque con respeto, pidiendo permiso a los espíritus antes de tomar vida alguna. Eran los únicos autorizados a traer carne a los altares.
Ollamanime, agricultores y custodios de las semillas, mantenían los huertos en terrazas y cuidaban los sistemas de riego construidos con canales de piedra que dirigían el agua de los manantiales sagrados.
Tepanimes, eran una orden de hombres sagrados entrenados desde la infancia en caminos del cuerpo, espíritu y guerra. Eran descendientes de los guerreros fundadores de Arembó, su tarea era de proteger y vigilar al pueblo, hacian rondas en las orillas del mismo.
Todos obedecían el ritmo de las estaciones y los designios de los sueños, pues se creía que los sueños eran mensajes del mundo subterráneo, donde vivían los ancestros y los dioses olvidados.
La niñez en Arembó era como en cualquier poblado, les permitian jugar, pero tambien los Tlamaktianime les impartian clases, matematicas, lectura y conocimiento del cielo , desde los siete años, se le impartian las clases. A partir de los trece, eran preparados para su rol dentro de la comunidad. Pero entre todas las edades, una sobresalía por su carga simbólica: los catorce años.
Especialmente para las niñas primogénitas, esa edad marcaba el umbral entre la vida terrenal y lo divino. La tradición exigía que fueran llevadas al Bosque de los Nombres Callados, donde las esperaban los sabios del exilio —ancianos que vivían en los márgenes, aislados del pueblo por su vínculo directo con las fuerzas espirituales. Nadie hablaba de lo que ocurría allí. Se decía que solo la sangre podía garantizar que la tierra siguiera dando frutos, que el río no se desbordara, que la selva no se tragara de nuevo al pueblo.
Fue en ese Arembó, en susurros, donde nació Lichtary —Lichty—, una niña que brillaba con una energía imposible de domesticar. Su familia pertenecía al linaje de los Tlamaktianime, por lo tanto era criada entre libros de palma, mapas estelares dibujados con carbón y cantos antiguos. Su madre, Xulma, era una mujer sabia, guardiana de las hierbas y sanadora de partos, conocida por su temple sereno. Su padre, Naum, descendía de los guerreros fundadores del pueblo, pero tras la gran inundación se había retirado a la carpintería y al estudio de los signos.
A diferencia de otras niñas, Lichty no temía a la oscuridad ni a los ruidos de la selva. Tenía una extraña facilidad para comprender a los animales.A los trece años comenzó a tener sueños extraños, pero fue una madrugada, semanas antes de cumplir los catorce, cuando ocurrió algo diferente.
Lichty se despertó sobresaltada. Su cuerpo temblaba, el corazón le golpeaba el pecho como un tambor de guerra. Sin perder tiempo, corrió hacia la cocina, donde su madre preparaba el desayuno, como cada día, en el fuego de leña.
—Mamá, mamá… tuve un sueño extraño —dijo Lichty, con la voz cortada por el llanto.
Xulma dejó de revolver la olla. El olor a chaya, huevo y tortilla recién hecha flotaba en el aire, pero algo en la mirada de su hija rompió toda normalidad.
—¿Qué soñaste, mi niña? ¿Por qué estás tan pálida?
—Soñé que estaba en el centro del bosque... Amarrada de un árbol gigantesco cortado... Sentía que ese árbol respiraba, mamá, como si tuviera alma. A mi lado, había un hombre cubierto con la cabeza de un venado y sus astas. Portaba de tunica la capa del animal, y en la mano llevaba una daga hecha de cuerno. Cantaba algo… algo antiguo; detrás de él, dos ancianas sostenían cántaros con sangre… y también cantaban.
Lichty respiró hondo. El recuerdo le dolía.
—Los vi a ustedes, a ti y a papá… Estaban a lo lejos, llorando. Pero nadie los oía. Y cuando el viejo alzó la daga para clavármela en el pecho… me desperté. Sentí la herida, mamá. Sentí el filo.
Xulma dejó caer la cuchara. La madera golpeó el suelo con un eco hueco. Tomó a su hija de los hombros, la miró directo a los ojos y sin decir palabra, corrió con ella por los pasillos de la casa. Abandonó el fuego, la comida, el orden sagrado de la mañana. La llevó hasta Naum, que trabajaba en silencio tallando un bastón ceremonial de cedro.
—Soñó con el rito, Naum… ¡lo vio todo! —dijo Xulma, con la voz quebrada.