" “La vida inicia cuando se rompen las molduras”
Ese día, la tía de Lichty —hermana de su madre— vino de visita. Tenía cuatro hijos, pero su primogénita había fallecido años atrás. En el pueblo solo se decía que fue un accidente, aunque nunca se explicaba demasiado. Aun así, bastaba con mirar a Vania para entender que llevaba un duelo que nunca terminó de sanar. Su rostro conservaba siempre un dejo de tristeza, una pena silente que se agazapaba en los pliegues de su sonrisa. Sin embargo, algo en ella se iluminaba cada vez que veía a Lichty. La quería con una gran ternura y amor casi como.
Cada mes visitaba la casa solo para verla. No había otro motivo, no lo necesitaba. Desde que cruzaba el umbral, entonaba su saludo ritual con voz alegre:
—¿Qué quiere comer hoy la princesa de esta casa?
Lichty siempre reía y pedía lo mismo: pastelitos, natillas, panqueques… Y Vania se los preparaba con esmero. Todo le salía delicioso. Aunque, en verdad, todas las mujeres de la familia tenían manos bendecidas para la cocina.
Esa tarde, mientras Vania se encontraba en su habitación —un cuarto cercano a la cocina—, escuchó la voz de su hermana relatar un sueño. No necesitó más que unas pocas palabras para que un escalofrío la recorriera por entero. Sintió cómo una sombra antigua volvía a posarse sobre sus hombros. Lo supo de inmediato, con una certeza visceral: ese sueño era un anuncio. Un presagio oscuro. El mismo que una vez antecedió la muerte de su hija.
Desde aquel día, no había pasado una sola jornada sin pensar en ella: en su risa, en su presencia luminosa, en su final. Lichty era para Vania como una segunda hija. La había amado desde el instante en que la sostuvo por primera vez en brazos, y con ese amor, había venido también un miedo. Un miedo que crecía con cada cumpleaños, con cada mirada del Consejo, con cada ciclo lunar que acercaba a la niña a los catorce años.
Esa noche, Vania no durmió. Las imágenes la asaltaban como cuchillos en la oscuridad: veía el viejo tronco ceremonial, los rostros impasibles de los ancianos, y a su hija tendida sobre la madera, el pecho abierto, el corazón arrancado con solemnidad bárbara. Una escena que la perseguía incluso despierta.
Antes del amanecer, se levantó. Tenía el rostro pálido, los ojos rojos de insomnio y lágrimas retenidas. Caminó por la casa como un fantasma, cada paso acercándola a una decisión que llevaba años temiendo. Sabía que el sueño no era un simple relato nocturno. Era una sentencia, escrita por los mismos dioses que habían exigido sangre antes.
Mientras preparaba café, sus manos temblaban. Desde la ventana, divisó el bosque. Allí, al borde del claro, aún se alzaba el tronco negro del altar. Allí murió su hija. Allí no permitiría que muriera también Lichty.
No podía confiar en nadie. Ni siquiera en su hermana, cuya fidelidad a las tradiciones era inquebrantable. Vania, en cambio, había comenzado a cuestionarlo todo desde aquella noche maldita. ¿Qué clase de dios necesitaba corazones de niñas? ¿Y qué clase de pueblo seguía obedeciendo sin resistirse?
Cuando la casa aún dormía, Vania tomó una decisión. Si la historia quería repetirse, tendría que hacerlo sin ella. No permitiría que la tierra sagrada volviera a mancharse con la sangre de una inocente.
Sabía que el tiempo era escaso. Si el sueño llegaba a oídos del Consejo, vendrían pronto. El pueblo no ignoraba las señales. Ni perdonaba la desobediencia.
Esa misma tarde, comenzó a preparar la fuga. Lo primero fue buscar un antiguo mapa que su difunto esposo había guardado en un baúl escondido bajo las tablas del suelo en una casa olvidada, junto al río. Él había sido viajero antes de asentarse en Arembó, y conocía rutas secretas a través del bosque. Caminos antiguos, invisibles para los Guardianes del templo.
El plan tenía tres fases:
1. Preparación silenciosa: guardar provisiones: pan seco, frutas deshidratadas, agua en frascos de barro, un pequeño cuchillo escondido en el doble fondo de una canasta. Enseñar a Lichty a moverse en silencio, a distinguir plantas útiles, a leer las estrellas como si fuesen juegos secretos entre tía y sobrina. Tejer para ella una capa con capucha, color tierra, para confundirse entre los árboles.
2. Noche del escape: Debia ser una noche sin luna, cuando la oscuridad fuera su aliada. Fingir una enfermedad leve, suficiente para evitar sospechas durante la cena. Salir por la parte trasera de la casa, donde una vieja cerca podrida dejaba un hueco apenas visible.
3. El destino: Cruzar el bosque rumbo a las montañas. Más allá, según el mapa, vivía la hermana exiliada de su esposo: una mujer sabia, desterrada por cuestionar a los rituales. Allí podrían encontrar refugio.
El trayecto tomaría días. Dormirían ocultas durante el día. Caminarían bajo el manto de la noche.
La noche del escape
La oscuridad era absoluta. No había luna. Solo un cielo espeso, callado, como si el mundo contuviera la respiración.
Vania caminaba descalza por la casa, la canasta al brazo. El corazón le latía con fuerza, no de miedo, sino de resolución. No habría marcha atrás.
Lichty dormía envuelta en una manta tejida por su madre. Vania se arrodilló junto a ella y le susurró al oído:
—Princesa... es hora de irnos.
La niña abrió los ojos, somnolienta. No preguntó nada. Tomó la mano de su tía y se puso la capa con capucha. Había aprendido a confiar en ella con fe absoluta.
Salieron por la parte trasera. La vieja cerca crujió apenas al ceder. El aire del bosque era espeso, húmedo, y cada sonido parecía amplificado. Vania conocía el camino, pero cada rama rota bajo sus pies le parecía un llamado de alerta.
Caminaron largo rato, siguiendo un arroyo que apenas reflejaba la luz de las estrellas. Vania se detenía a escuchar. Si el Consejo advertía su ausencia, los Guardianes no tardarían en salir. Y ellos no fallaban.