Vania y Litchy avanzaban por un sendero boscoso, adentrándose cada vez más en la espesura, lejos del bullicio del pueblo. El canto de los pájaros y el crujir de las hojas bajo sus pies eran los únicos sonidos que las acompañaban. Litchy, aún confundida, no lograba entender del todo qué estaba ocurriendo.
Tras un largo trecho, ambas se detuvieron, agotadas. Se sentaron sobre una roca cubierta de musgo, y la tía sacó de su bolso unos panecillos envueltos en un pañuelo de tela. Mientras comían en silencio, el aire se llenó del aroma dulce del pan y del susurro del viento entre los árboles.
—Tía… ¿por qué estamos huyendo? —preguntó Litchy al fin, con la voz apenas audible.
La pregunta, inevitable, había llegado. La tía la miró con ojos serenos pero cargados de una tristeza antigua. Respiró hondo, como quien se prepara para desenterrar un recuerdo, y comenzó a contarle una historia que cambiaría todo lo que Litchy creía saber.
El Árbol del Silencio
Durante siglos, en lo más profundo de un bosque olvidado por los mapas, se alzaba un árbol tan antiguo que su corteza parecía piedra y sus ramas tocaban el cielo. Lo llamaban El Árbol del Silencio, porque ningún pájaro cantaba cerca de él, y el viento, al pasar, se volvía mudo.
Cada 14 años, cuando la luna llena coincidía con el equinoccio de otoño, el pueblo de Armbo realizaba un ritual ancestral. Decían que si no se ofrecía una vida pura, el bosque dejaria de dar miel y cosechas abundantes. La elegida debia ser siempre la primogenita de catorce años, virgen.
El encargado del sacrificio era un anciano conocido como El Guardián del Cuerno. Vestía pieles curtidas de venado, y sobre su cabeza portaba una osamenta con astas retorcidas, como si el espíritu del animal viviera en él. En sus manos temblorosas sostenía una daga tallada del mismo cuerno del primer venado cazado por sus ancestros.
La ceremonia comenzaba al anochecer. La primogénita era llevada al claro del bosque, donde el árbol se alzaba como un dios dormido. La ataban al tronco con lianas sagradas, y el anciano recitaba palabras en una lengua que ya nadie entendía, salvo él; a su lado dos ancianas que cantaban el mismo canto del anciano y ellas portaban cada una; un cantaro con sangre de venado recien sacrificado previo al sacrificio de las doncellas. Cuando la luna alcanzaba su punto más alto, la daga descendía, y la sangre de la joven se mezclaba con la savia del árbol.
Dicen que el árbol absorbe la sangre, y que sus hojas se vuelven rojas por una noche. A cambio, el bosque ofrecía cien años de cosechas abundantes, lluvias justas y protección contra las enfermedades.
Lichty se quedó paralizada, con los ojos muy abiertos, mientras escuchaba la historia. Cada palabra resonaba dentro de ella como un eco familiar. Era el mismo sueño que la había atormentado noche tras noche, el mismo que, con voz temblorosa, le había contado a su madre sin imaginar que fuera más que una pesadilla.
Pero ahora, al comprender que no era solo un sueño, sino un presagio, algo dentro de ella se quebró. Sus labios comenzaron a temblar y las lágrimas brotaron sin que pudiera contenerlas. Sollozaba en silencio, como si no quisiera que el mundo la oyera romperse.
Al ver a Lichty tan vulnerable, con el rostro empapado en lágrimas y el cuerpo tembloroso, Vania no lo dudó. La abrazó con fuerza, como si pudiera protegerla del destino con solo envolverla entre sus brazos. Le acarició el cabello con ternura y, con la voz quebrada, comenzó a hablarle al oído, no como una tía, sino como una madre que había amado y perdido.
—Eso mismo le ocurrió a mi hija —susurró—. La vi ser entregada… la vi sobre ese tronco maldito. Y mientras le arrancaban el corazón, juré que jamás permitiría que alguien más de mi sangre viviera esa pesadilla.
Se apartó apenas para mirarla a los ojos, y una lágrima solitaria le cruzó la mejilla.
—Cuando naciste tú, fuiste mi alegría, mi razón para seguir respirando. Y a medida que crecías, supe, en lo más profundo, que tu madre… que ella te entregaría. No por maldad, sino por fe. Porque así nos criaron. Pero yo… yo no podía aceptarlo.
Vania tomó las manos de Lichty entre las suyas, apretándolas con fuerza.
—El día que le contaste tu sueño a tu madre, supe que el tiempo se acababa. Fue como si el universo me gritara que debía actuar. Que esta vez, no podía quedarme de rodillas viendo cómo se repetía la historia. Litchy entendio y la abrazo con mucha fuerza y le dijo gracias. Se levanto y le pregunto vamos a donde debamos ir.
Lichty y su tía caminaron durante días, cruzando bosques espesos, ríos fríos como el silencio, y senderos que parecían no llevar a ninguna parte. El cansancio comenzaba a pesarles en los huesos, y la esperanza se deshilachaba con cada paso. Pero entonces, al descender de un cerro , vieron a lo lejos las chimeneas humeantes de un pequeño pueblo.
No conocían a nadie allí. Estaban a miles de kilómetros de su hogar, en una tierra extraña donde hablaban de manera cantadita, y los rostros eran ajenos. Aun así, el aroma a pan recién horneado y el bullicio de la plaza les devolvieron un poco de calor al alma.
Entraron a un mesón modesto, del cual en la puerta del mismo tenia un letrero que decia “Bienvenido”. El fuego crepitaba suavemente en la chimenea, llenando el aire con un calor acogedor y el aroma reconfortante de sopa de cebada recién hecha. Al cruzar el umbral, pidieron una mesa. La anciana que atendía, de rostro surcado por los años y mirada perspicaz, les señaló una junto a la ventana. Al verlas, supo de inmediato que huían de algo. No hizo preguntas. Solo les indicó que se sentaran y prometió llevarles lo que quedaba de la comida del día.
Por primera vez en días, comieron con calma. Lichty saboreó cada bocado con mucho gusto y alegria. Quiso preguntar qué era aquel platillo tan delicioso, pero temió que la curiosidad despertara sospechas. Cuando terminaron, le preguntaron a la anciana si conocía algún lugar donde pudieran pasar la noche. Ella les respondió con una sonrisa amplia y una mirada cálida: les ofreció una habitación en el segundo piso de su mesón, a cambio de unas monedas… y una historia.