Tras dejar atrás el Valle de las Voces Dormidas, el grupo descendió por senderos escarpados que daban paso a colinas suaves y campos abiertos. La atmósfera cambiaba: el aire era más cálido, con aromas de trigo seco y corteza de roble. Al atardecer, avistaron las primeras casas de piedra rojiza del pueblo de Ersval, un asentamiento pequeño pero animado, donde los caminos del sur y del este se encontraban.
Durante dos días caminaron entre bosques densos y barrancos ocultos por la niebla. La primera noche fueron rodeados por sombras errantes: figuras humanas que murmuraban en lenguas antiguas. Lichty los protegió con un círculo de sal y humo de yerbas, mientras Kael sostenía su bastón con firmeza, canalizando un resplandor tenue desde su interior.
A la entrada del mercado, entre puestos de telas y frutas silvestres, una mujer de rostro amplio y trenzas grises se quedó mirando fijamente a Vania. La reconoció de inmediato: Marenka, una prima lejana por parte de su madre. Vania se sorprendió, pero no tanto como para no correr a abrazarla.
—¡Por las raíces de nuestro árbol familiar! —exclamó Marenka—. ¿Eres tú, Vania de Arembó?
—Lo soy —respondió Vania con una sonrisa cansada—. Y necesito un lugar donde pasar la noche con mis compañeros.
Marenka las condujo a un mesón cercano, "El Búho de Bronce", regentado por un viejo de barba blanca y ojos astutos llamado Taren. Mientras se acomodaban en una mesa cerca del fuego, Marenka susurró: —Han llegado rumores desde las rutas del oeste… de Arembó. Dicen que el Consejo ha enviado buscadores. Que hay recompensas por dos fugitivas. Vania le agradeció a su prima por llevarlas al mesón. Se despidieron rápidamente: Marenka tenía que regresar a casa a preparar la comida para su esposo e hijos.
Vania apretó los labios. Kael y Lichty intercambiaron miradas. Era solo cuestión de tiempo antes que las noticias los alcanzaran.
Esa noche, el mesón se llenó de viajeros, cazadores, y comerciantes. El vino caliente corría, y las historias también. Fue entonces cuando Taren, el anciano dueño, golpeó tres veces su bastón contra la piedra del suelo, pidiendo silencio.
—Escuchad bien, porque esta historia no la cuenta cualquiera —dijo con voz grave—. Esta es la leyenda del Dragón de Vintersanger.
Las velas titilaron como si recordaran. Taren comenzó:
— Hace muchos inviernos, Vintersanger no era un páramo helado, sino una tierra fértil, donde los ríos cantaban y los árboles danzaban con el viento. En su corazón vivía un dragón blanco como la escarcha, no una bestia de destrucción, sino un guardián de almas. Su aliento no quemaba, congelaba; pero no por crueldad, sino por juicio. Aquel que osara enfrentarlo no debía blandir espada, sino entonar un canto verdadero. Si la melodía le agradaba, el dragón concedía lo que el corazón más anhelaba. Si no… el silencio eterno del hielo era su respuesta.
Taren bajó la voz, como si temiera que el eco lo delatara:
—Dicen que el dragón aún duerme bajo las montañas, esperando una canción pura que le recuerde quién fue. Y quien logre despertarlo sin miedo… podrá invocar su poder. O quedar reducido a una estatua de escarcha, atrapado entre notas que nunca llegaron a tocar su alma.
Lichty sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Kael apretó el bastón con fuerza, como si pudiera protegerlo de lo inevitable. Vania no dijo nada, pero sus ojos se clavaron en el mapa gastado colgado en la pared. Allí, entre pliegues y manchas de tiempo, el nombre “Vintersanger” brillaba con una promesa lejana… pero no imposible.
El fuego crepitó. Y en medio del murmullo creciente, supieron que esa historia no era solo una leyenda más. Era, tal vez, una señal del camino por venir.
Mañana partiremos al alba —dijo Vania, rompiendo el silencio con firmeza.
Salieron del pueblo antes que el sol tocara los techos de Ersval, siguiendo una antigua vereda que cruzaba bosques de pinos altos y musgo denso.
El camino a Vintersanger estaba sembrado de señales olvidadas: estatuas erosionadas de antiguos dioses del viento y la escarcha, puentes de cuerda cubiertos de hielo, incluso en pleno verano. El aire parecía más denso, como si el tiempo se ralentizara a cada paso.
Por las noches, el frío se volvía insoportable, y los sueños se llenaban de cantos inentendibles, como si voces antiguas intentaran hablar desde el otro lado del velo. Una neblina espesa comenzó a seguirlos desde el tercer día, persistente como una sombra viva. Kael notó que su bastón vibraba al apuntar al norte. Lichty, en silencio, descubrió que podía entender fragmentos de las canciones del viento. Y Vania, una madrugada, creyó escuchar la voz de su hija perdida entre los susurros de los árboles.
Vintersanger no era un destino. Era una prueba.
Cada piedra del sendero parecía susurrar:
“Solo quien recuerde el canto, encontrará la verdad.”
Salieron al amanecer, cruzando bosques de pinos altos y musgo denso. El séptimo día, llegaron al umbral del antiguo poblado. Vania se detuvo. Sus ojos recorrieron el sendero vacío, los letreros vencidos por el viento, los balcones sin faroles. El pueblo estaba congelado en el tiempo.
Vintersanger se reveló como un lugar abandonado: casas de madera con techos vencidos, templos cubiertos de escarcha, caminos borrados por el hielo eterno. Nadie vivía allí… o casi nadie.
Lichty se envolvió en su capa. El aire era gélido, pero no era el frío lo que la hacía temblar. Era el silencio. Un silencio espeso, antiguo, como si el lugar hubiera dejado de respirar.
En la plaza central, lo vieron.
Una figura solitaria, envuelta en un manto negro como la noche polar, de pie junto al pozo seco. Sostenía un báculo de madera grisácea, tallado con espirales congeladas. Cuando se acercaron, levantó una mano en señal de paz.
—No todos están preparados para entrar en Vintersanger —dijo con voz grave pero serena—. Soy Thira, la última guardiana. El dragón duerme bajo nuestros pies. Solo despierta para escuchar. Si el canto que oye no le agrada… los convierte en hielo eterno. Pero si la melodía le calma el corazón, concede lo que más anhela el alma.