La doncella liberada

Capitulo 8: El silencio de los culpables

En la casa de barro trenzado, donde el humo de las hierbas aún dormitaba entre las vigas, Xulma, madre de Lichty, despertó con el corazón encogido. El lecho de su hija estaba frío. En la penumbra de la madrugada, antes del primer canto del ave, Vania y la niña se habían marchado sin dejar un solo crujido en el suelo. Solo quedó, sobre la mesa, un lazo de cabellos trenzados y una flor seca de tenochitle.

Xulma comprendió al instante: habían huido.

Entonces recordó aquellas palabras que su hermana Vania murmuró entre sueños, durante una siesta que siguió al accidente de su primogénita:
—“No permitiré que suceda otra vez... no lo permitiré...”
En aquel momento, Xulma no les dio importancia. Pero ahora, todo cobraba sentido.

Una mezcla de angustia y alivio le llenó el pecho. Sabía que los ancianos del pueblo exigirían respuestas. Con lágrimas que no sabían si eran de tristeza o de esperanza, fue hasta donde dormía su esposo. Lo despertó suavemente y le mostró la flor.

Él la reconoció de inmediato. Se incorporó sin decir palabra, con un llanto mudo que pugnaba por volverse grito. Abrazó a su esposa con fuerza, y juntos lloraron la partida de su hija. Luego, de rodillas, agradecieron al universo por su huida, y pidieron fuerza para enfrentar lo que estaba por venir.

Durante varios días, en la casa de los Naum, la quietud fue una máscara tensa. Las brasas apenas se encendían, el fogón permanecía frío más tiempo del habitual, y la voz de Xulma se había vuelto un susurro atrapado en el pecho. El aire olía a ceniza vieja y a ausencia. Nadie en la casa se atrevía a nombrar a Lichty ni a Vania. Sabían que no podían preguntar, no podían llorar, no podían permitir que la ausencia se volviera un hueco demasiado visible. El silencio era su única defensa.

El día temido llegó como un cuchillo que se clava sin aviso. Era el cumpleaños catorce de Lichty. La fecha en que, según el ciclo sagrado, debía ser entregada como ofrenda. El pueblo entero lo sabía. El destino de la hija marcada no podía ser evitado.

Aquel mediodía, el gran tambor del templo retumbó tres veces. El sonido se derramó por los tejados, por las milpas, por las venas del pueblo como un presagio. Arembó se detuvo. Las aves callaron. El viento pareció contener el aliento.

—Hoy —anunció el anciano Tlankeh desde lo alto del templo— se cumple el destino de la hija marcada. Que sea traída al templo.

Los Tepanimes, guardianes del rito, descendieron en fila. Vestían túnicas de corteza de ceiba, sus rostros ocultos bajo capuchas de sombra. Caminaban como si el suelo les abriera paso. Tocaron la puerta de los Naum con los nudillos de madera ceremonial.

Naum abrió con manos temblorosas. Su mirada, normalmente firme, era ahora un lago agitado. No pudo sostener los ojos del guardián.

—¿Dónde está la niña? —preguntó uno de ellos, con voz hueca.

—Está... indispuesta —respondió Xulma, apenas un hilo de voz que se deshacía en el aire.

Los guardianes no respondieron. Entraron. Buscaron por toda la casa. Alzaron esteras, removieron cántaros, golpearon las paredes en busca de compartimientos ocultos. No había nadie. Ni señales. Vania tampoco estaba.

Entonces lo comprendieron.

Uno de los Tepanimes salió corriendo. La alarma fue tocada: tres cuernos de mangle, dos golpes de tambor. El mensaje era claro.

La ofrenda ha huido.

La plaza del templo se llenó en minutos. Las ancianas dejaron sus cuencos de barro. Los niños fueron arrastrados a sus casas. La niebla del bosque pareció acercarse, como si el monte mismo quisiera presenciar lo que vendría.

Xulma y Naum fueron arrastrados con sogas tejidas en espinas de mezquite. No les permitieron caminar. Eran culpables sin juicio. El pueblo gritaba:

—¡Han quebrado el pacto!
—¡Han deshonrado el río y la raíz!

No había compasión en los rostros. Solo temor. Temor a lo que pasaría si el ciclo era interrumpido. El ritual no podía ser detenido. El equilibrio dependía de la sangre.

Los Tepanimes los llevaron al Salón del Eco, una cámara subterránea bajo el templo, donde antiguamente se interrogaba a los infractores del ciclo. Allí, los gritos rebotan durante horas, como si el dolor no quisiera irse.

Durante tres noches y tres días, Xulma y Naum fueron torturados.

A Naum lo colgaron de los brazos. Lo azotaron con crines trenzadas y lo dejaron sin agua. Cada noche su piel se partía en llagas. A Xulma la encerraron en una tinaja apenas del tamaño de su cuerpo, dejándola a solas con su miedo, con gotas constantes sobre su frente, y vapores que enturbiaban su mente.

Pero no hablaron.

No delataron.

Al cuarto día, sus cuerpos fueron arrastrados, sangrantes y exhaustos, hasta la Celda de Raíces: una cámara subterránea envuelta en enredaderas de espino, donde el aire es espeso y húmedo, las paredes respiran moho antiguo, y los sueños se disuelven lentamente en la desesperación.
Allí los dejaron, solos, entre sombras vivas y susurros del subsuelo, con la esperanza de que el encierro quebrara su silencio.
Los Tepanimes esperaban que, con unos días más de oscuridad y abandono, los padres revelaran el paradero de la elegida.

Afuera, el pueblo murmuraba.
Las preguntas crecían como maleza entre las calles:

—¿Qué había pasado con la familia Naum?
—¿Dónde estaba la niña?
—¿Por qué los dioses no hablaban?

Preocupado por el creciente desorden espiritual, el Anciano Mayor convocó en secreto a la Anciana Líder, guardiana de los caracoles sagrados. Ella era la única que aún podía leer en sus espirales los signos del mundo invisible.

En la penumbra de su choza, rodeada de humo de copal y cánticos apagados, la anciana lanzó los caracoles sobre un manto de obsidiana. El sonido fue seco, como huesos cayendo sobre piedra.

Observó en silencio.
Sus ojos, velados por la edad, se abrieron con un estremecimiento.



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En el texto hay: tradicion, aventura epica, magia

Editado: 03.07.2025

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