La doncella liberada

Capítulo 9: El Espejo de Barro

El eco del canto aún vibraba en sus pechos cuando cruzaron el umbral abierto por el dragón. Un aire más denso, cargado de minerales y humedad ancestral, les envolvió al entrar al nuevo sendero. El túnel de hielo y piedra cedió a una galería de roca viva, que parecía respirar con ellos, el pasaje se cerró tras sus espaldas con un suspiro sordo, borrando todo rastro del camino que los había llevado al otro lado.

El mapa que los guiaba —dibujado con manos temblorosas por el difunto esposo de Vania— no mostraba aquel sendero oculto entre las entrañas de la tierra. A lo lejos, más allá del velo de bruma y luz, se alzaba la silueta majestuosa de la Gran Montaña del Sur, como centinela de piedra custodiando los confines del mundo. Sabían que, al cruzar sus cumbres, hallarían el destino que los había llamado desde el principio. Pero también comprendían, con el peso un gran peso entre ellos, el camino aún era largo, y los secretos de la tierra apenas comenzaban a revelarse.

Vania caminaba con el corazón sereno. El reencuentro con su hija la había aligerado, como si el perdón pronunciado desde el otro lado hubiera quebrado la pesada costra de culpa que la acompañaba desde la pérdida. Por primera vez en años, sentía que no caminaba con pesar, caminaba ligera hacia un nuevo origen.

Kael, de pasos firmes, contemplaba el sendero como un espejo de su alma. Había caminado a ciegas buscando a su maestro el gran anciano de su pueblo, y ahora avanzaba por otro que aún no comprendía del todo, pero que tenía la forma del propósito. Al lado de Vania y Lichty, sentía que cada elección le anclaba más a un destino que podía construir.

Lichty avanzaba con esperanza creciente. Desde que el libro en la casona se había manifestado y había marcado su sangre, cada paso parecía despertar algo nuevo en su interior: un rumor antiguo, una palabra que no sabía que conocía, una visión apenas pronunciada en sus sueños. Sabía que debía crecer, que debía aprender a encauzar su magia, pero también que la maldición que pendía sobre su pueblo no era única. Como semillas negras, intuía que encontraría otras —otras aldeas, otras marcas, otros destinos malditos que necesitaban ser desanudados.

El pasadizo desembocó en un bosque espeso y cenagoso, donde la tierra susurraba bajo sus pies con cada paso. El aire era espeso, no por el calor, sino por el peso del silencio. Allí, entre sauces de corteza retorcida, les esperaban.

No hubo palabras al principio. Solo los ojos de la tribu: piel cubierta de arcilla, rostros manchados con pigmentos que imitaban raíces y grietas. Se llamaban a sí mismos los Hijos del Espejo de Barro, y no hablaban con voz, sino con gesto, con mirada, con una quietud que hablaba más que los ruidos del mundo.

Fueron recibidos sin juicio ni sospecha, como si ya supieran que llegarían.

Una anciana de ojos opacos como la ceniza les condujo al centro del claro, donde reposaba una laguna circular, espesa y oscura, tan quieta que parecía sólida. No era agua, sino un lodo sagrado que reflejaba no el rostro, sino lo que estaba oculto debajo de él.

—El barro no miente —dijo por fin la anciana, única entre ellos que conservaba la voz—. Muestra lo que se entierra para no doler.

Uno a uno, fueron llamados a mirarse.

Kael se acercó primero. El barro le mostró a un niño que lloraba bajo un cielo sin estrellas, buscando la aprobación de un padre ausente. Luego, a un joven que renunciaba a su identidad para sobrevivir. Vio que su fuerza no estaba en la espada, sino en el amor que nunca se le enseñó a dar, pero que estaba aprendiendo a construir.

Vania vio a su hija. No como en sueños, sino como fue. Vio el momento de su entrega, la impotencia que sintió, y también la chispa de rebeldía que reprimió entonces. Vio que había perdonado a los otros, pero no a sí misma. Lloró por primera vez sin contenerse, y con cada lágrima, su reflejo en el barro se volvía más claro.

Lichty fue la última. Se miró… y el barro no mostró su rostro, sino muchos: niñas marcadas como ella, pueblos en llamas, madres arrodilladas. Luego, un rostro que no conocía aún: el suyo, más grande, con ojos encendidos, con una criatura en brazos y un resplandor rodeándola.

No huyes del destino, niña barro. Lo estás rehaciendo, Lo que está bajo la piel nunca desaparece. Solo puede hacerse verdad. —dijo la anciana—. Pero no podrás hacerlo si tu alma se quiebra. Ni si olvidas quién eras antes de tener magia.

Al anochecer, el ritual terminó. Prendieron una gran fogata y prepararon Conejo en ella, para que todos comieran; fueron cubiertos de arcilla sagrada y marcados con símbolos en la frente. No era una iniciación ni una bendición: era un recordatorio. Les asignaron una chosa, para que los tres descansaran, les tendieron pieles y se acostaron. Los tres cayeron en sueño profundo después de varios días sin descansar.

A la mañana siguiente, los Hijos del Espejo de Barro les dieron frutos secos, agua de raíz y un ungüento que brillaba levemente al sol: una esencia que, según ellos, ayudaba a no olvidar lo aprendido en los sueños.

Antes de partir, la anciana les dejó una advertencia: Al otro lado de la montaña no todo duerme. Hay magia vieja… y una corona perdida que busca recuperar lo que nunca debió poseer.

Sin más, el trío emprendió el ascenso hacia la montaña, con el cuerpo cubierto de barro seco y el alma más despierta que nunca.



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En el texto hay: tradicion, aventura epica, magia

Editado: 03.07.2025

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