El sol comenzaba a inclinarse hacia el poniente cuando la niebla, al fin, se desvaneció por completo. El sendero, ahora firme y bañado por la luz dorada del atardecer, los condujo entre riscos silenciosos hasta que un sonido suave —campanas, lejanas y antiguas— marcó la llegada.
Frente a ellos, sobre una meseta elevada, se alzaba un conjunto de estructuras circulares hechas de piedra blanca. Los techos estaban cubiertos por telares bordados con símbolos que parecían moverse con la luz. No era una aldea. Era un santuario. Un lugar donde el tiempo no pasaba, solo se recordaba.
—Hemos llegado —susurró Vania, y su voz tembló. No de cansancio, sino de algo más profundo, de respeto, de memoria.
Apenas cruzaron el arco de entrada, una figura los esperaba al pie de los escalones del edificio central. Llevaba un manto gris perla con filigranas verdes, el rostro delineado con tintes rituales. Su porte era sereno, pero su presencia imponía. El cabello, recogido en una trenza larga, caía como una línea de tiempo sobre su espalda.
—Tarde… pero no demasiado —dijo la mujer, con una fuerte y serena voz.
Vania se detuvo. Bajó la vista, como si el suelo pudiera sostenerla, y luego alzó el rostro.
—Zamiria.
La mujer descendió los escalones. No sonrió, pero su mirada no era fría. Abrió los brazos y abrazó a Vania con una firmeza que contenía años de distancia, de espera, de heridas no dichas.
—Has caminado más lejos de lo que tu alma creía posible —le susurró al oído—. Y has traído contigo lo que debía llegar.
Esa noche, les proveyeron de alimentos y agua y los alojaron en una sala circular, cálida, con mantas gruesas y fuego de piedra viva. Zamiria los condujo luego a una cámara más pequeña, donde colgaban mapas tejidos, símbolos antiguos y marcas que Kael no comprendía. En el centro, un cuenco de agua oscura reflejaba el techo como si fuera un pozo invertido.
—¿Sabes quién es ella? —preguntó Zamiria a Lichty, sin rodeos.
—Sé quién soy… pero no todo lo que eso significa.
Zamiria asintió lentamente, como si esperara esa respuesta desde hacía mucho.
—El canto que llevas en la sangre no pertenece solo a Arembó. Es más antiguo. Es un eco que regresa cuando el mundo se resquebraja. Eso es lo que los Ancianos temen: que recuerdes lo que eras antes de nacer.
Vania la miró, con el corazón latiendo como un tambor. Kael frunció el ceño, atento.
—¿Y qué amenaza ese canto? —preguntó él.
Zamiria alzó el cuenco. Sobre la superficie del agua comenzó a formarse una imagen: una mujer sentada en un trono de cristal negro, rodeada de niebla púrpura. Llevaba una corona rota, ojos vacíos, y un velo cubría la mitad de su rostro.
—La princesa sin nombre —comento Zamiria con tenue voz—. Fue criada para ser luz, pero aprendió a amar la sombra. Exigió magia que no le correspondía. Y cuando el mundo no se la dio… la tomó por la fuerza.
Lichty sintió un estremecimiento. El rostro velado del cuenco parecía mirarla directamente.
—Ella también tiene un canto —continuó Zamiria—. Pero es un canto de vacío. De poder sin alma. Y no descansará hasta silenciar toda otra melodía que no sea la suya.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Kael.
—Ha cruzado las tierras oscuras, más allá del bosque dormido. Sus emisarios ya caminan. Algunas aldeas han desaparecido sin dejar rastro. Otras… han sido silenciadas.
Zamiria volvió su mirada hacia Lichty.
—Tú no tienes que vencerla. No aún. Solo debes aprender a sostener tu canto sin que se apague por el miedo. Y para eso… debes recordar todo.
Al amanecer, Zamiria les entregó tres objetos:
A Vania, una piedra envolvente con una espiral marcada. “Para protegerte del juicio de los espíritus que no descansan.”
A Kael, una daga sin filo ni punta. “Esta no corta carne, sino duda. Úsala cuando no sepas quién eres.”
A Lichty, un cuaderno sin páginas. “Llénalo con los sueños que no son tuyos. Ellos te hablarán cuando sea tiempo.”
Antes de partir, Lichty se acercó a Zamiria. Su voz fue apenas un susurro:
—¿Tú sabías que vendría?
Zamiria la miró con una ternura que no había mostrado antes. Y por primera vez, sonrió.
—No. Pero el canto de los montes se volvió más alto hace meses. Y el silencio empezó a tener miedo. Eso solo ocurre cuando la doncella es liberada.
Al dejar el templo, el horizonte se abría hacia el sur, donde los mapas ya no eran claros y el cielo parecía más pesado. Lichty caminó al frente, con el cuaderno en el bolsillo. Kael a su lado, con la daga en el cinto. Y Vania un paso atrás, guardando el círculo.
La guerra aún no había comenzado.
Pero la canción ya había sido entonada.