a montaña quedó atrás, desdibujada en la bruma como una sombra que por fin había cedido su poder. El templo, esculpido en las entrañas de la roca viva, se despidió con un susurro antiguo, un eco en lenguas olvidadas que solo la cuñada de Vania parecía comprender del todo. No fue una despedida silenciosa, sino un último aviso. Las visiones fragmentadas, las advertencias veladas, todo apuntaba a una verdad inquietante: más allá del sur, no todo podría enfrentarse con acero o con hechizos. Algunas fuerzas exigirían algo más profundo. Algo que solo la verdad desnuda podría aplacar.
Vania avanzaba con paso resuelto, aunque su mirada se perdía más allá del sendero, como si sus ojos buscaran respuestas en un horizonte invisible. Kael marchaba tras ella, en silencio, atento a cada crujido entre los árboles, como si presintiera que algo —o alguien— los observaba desde los márgenes del mundo. Lichty, en cambio, no podía apartar de su mente las últimas palabras de la sacerdotisa:
“Cuando la palabra se separe del rostro, no creas en lo que se escucha, sino en lo que se rompe.”
No entendía qué significaba, pero esa frase se le quedó adherida al pecho como una espina que no dolía, pero tampoco podía ignorar.
El sendero los llevó a un claro amplio, rodeado por árboles curvados como si hubieran intentado escapar del lugar sin lograrlo. En el centro, una especie de altar antiguo sostenía algo peculiar: una máscara de madera oscura, flotando sin cuerdas, suspendida en el aire como si alguien la sujetara desde lo invisible.
Tenía rasgos humanos distorsionados: sonrisa amplia, ojos huecos, y una grieta cruzando el mentón.
—¿Es... eso parte de un ritual? —susurró Kael.
Vania avanzó lentamente. Y entonces, la máscara habló.
—¿Quién de ustedes aún miente?
La voz no era ni masculina ni femenina, sino ambas, como un eco que se arrastraba desde dentro del pecho, no del aire.
—Uno debe hablar. Uno debe escuchar. Uno debe callar.
Si rompen el orden, perderán la voz por siete días de noche.
Lichty alzó la mano. Sería ella quien hablaría.
Kael y Vania aceptaron en silencio sus roles. Solo entonces la máscara giró hacia la niña marcada.
—¿Qué escondes, niña?
—Sueño con destruirlo todo. Con ver los altares caer. Con que arda el templo.
Un viento leve cruzó el claro, como si el mundo contuviera el aliento. Solo Lichty escuchó la voz que vino después, flotando entre los árboles como un eco que no pertenecía al presente:
—Eso no es solo deseo. Es semilla. Una llama antigua duerme en ti. Pocos la llevan. Menos aún la dominan. Y uno... en el sur... te busca por ella.
—¿Quién? —preguntó Lichty, sin saber si hablaba en voz alta o dentro de sí.
—La que cambió su voz por espejos. La que se viste de reina, pero no lleva corona. Ella ansía tu llama, porque tú portas lo que ella no pudo robarle al cielo.
El pecho de Lichty ardió. No era dolor. Era un saber que quemaba, como si una verdad demasiado grande para su cuerpo intentara abrirse paso.
—¿Y qué haré con ese poder?
—Puedes romper la mentira del mundo... o convertirte en la más grande de todas. Solo el nombre verdadero decidirá.
—¿Qué nombre?
—El que forjes. El que aún no conoces. El que solo nacerá cuando sangres luz.
Entonces, la máscara se alzó del altar y flotó hacia atrás, como empujada por una voluntad invisible. Giró hacia los demás y habló con una voz que no era suya, ni humana:
—La niña ha hablado. Su verdad fue suficiente. Su sombra ha partido. Volverá cuando su nombre la reclame.
Kael bajó la mirada. A los pies de Lichty no había sombra. Solo tierra y luz.
—¿Qué pasó? —murmuró.
Lichty no respondió. Caminó en silencio, con el corazón encendido y la mente llena de preguntas que aún no tenían forma.
Kael la siguió, sin saber que desde las profundidades del sur, una princesa maldita acababa de abrir los ojos, estremecida por una sensación:
una llama nueva acababa de encenderse.